Creen quienes viven a la orilla de aquella playa, y en eso no se equivocan, que los caballitos de mar son en realidad sutiles pieles que envuelven en su interior infinitas cantidades de agua dulce.
No es, eso es seguro, un agua cualquiera. Cuentan que el primer caballo de mar en realidad era una yegua proveniente de la tierra. No bastaban para ella las praderas ni las llanuras, en tierra el sol siempre la quemaba, secando sus ideas y sus sueños de galope.
Decían los ancianos sabios que aquella yegua había contraído la enfermedad de la sed. No bastaba el agua de quebradas o ríos, su sed era siempre eterna. Así que galopó hasta el mar donde esperaba saciar su sed tranquila.
Era natural que con el paso del tiempo se volviera de agua, y cambiara las praderas terrestres por verdes campos submarinos, sus cascos por aletas, y su soledad de tierra por la compañía fértil del dulce mar.
Lo que no saben los ancianos es que bajo el agua, aquella yegua de mar se enamoró.
No resultaba fácil aquel amor, sin duda diferente. Con sus relinchos de caballo amaba un árbol en el borde del acantilado, cuyas raíces en el mar bebían. A veces aquel árbol estiraba sus raíces y trataba de meterse en ella, dulce como era. Otras, era ella quien esperaba que las ramas tocaran el agua y entonces se amarraba a cada hoja como aquellos que desesperadamente aman suelen hacerlo.
Aquel amor tan grande fue que con el paso de los años aquel árbol se fue encogiendo, hasta tal punto que un día aquella yegua marina lo metió dentro de sí, tan profundo que desde entonces yegua de mar y árbol son uno sólo.
Desde aquel día se esconden juntos en el mar profundo, uno en otro, a la espera de nuevos tiempos en los que aquel amor de agua dulce de a la luz una nueva raza de dragones de mar.
miércoles, mayo 02, 2012
martes, abril 17, 2012
Escorpión
Con el paso de los años y los pliegues, algunas ideas se han mantenido y depurado, otras han cambiado como quien se cambia de vestido, y otras más han perdido su momento.
Probablemente la más importante de esas ideas ha sido la búsqueda de una voz propia en las caricias dadas sobre el papel. ¿Cómo lograr que los modelos tengan esa doble vida en la cual hablen de ellos mismos, y al mismo tiempo mantengan la esencia y voz de su creador ?
Más complejo aún resulta mantener esta idea en modelos que, a primera vista poco tienen que ver con uno mismo.
En mi caso, muchos temas son lejanos. Quizás el más lejano de todos es el de los insectos. Más que por su dificultad técnica (innegable en la mayoría de ellos) hay algo en el tema como tal que me mantiene alejado. Así, cuando éste modelo comienza a tomar forma entre los dedos, parece que mi primer insecto ha surgido. Y, sin embargo, también la suerte se opone al tema. Hasta hace pocos días pensaba que los escorpiones eran parte de los insectos, errónea creencia pues son parte del mundo de los arácnidos. Y sí bien tampoco es un tema cercano, sí es por lo menos un tema un poco más familiar.
Pero, cercano o no vuelve a presentarse la pregunta con la que comenzó este texto. ¿Cómo lograr lograr que un modelo mantenga aquella doble vida, aquella doble voz?
Espero haberlo alcanzado en estos pliegues. Por ahora sólo puedo augurar que pocos insectos y pocos arácnidos seguirán visitando mis dedos. Estos, los segundos, sin duda prefieren el contacto más caliente de otra piel.
domingo, abril 08, 2012
Colibrí
Canta el colibrí cuando ve la flor enamorada,
y al acercársele la arrulla para cuidar su sueño.
Murmura palabras que suben por su tallo,
y hermosamente la flor se deja ir.
Y mientras duerme, piensa aquella ave...
"Duerme desnuda mi amada,
y sus poros se abren uno a uno para saciar mi sed.
De sus flores dulce nectar tornasol
que gota a gota tiñe de color mis plumas.
Dormida a veces habla.
Cuenta sus desvarios con cada pétalo de su cuerpo.
Su cáliz, como boca, espera el beso que la toma"
Despierta después la flor, y amarra al colibrí a su aroma.
Por siempre ha en ella de beber.
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miércoles, marzo 28, 2012
A la luz del faro
Cuando alguien preguntaba por su empleo, Ismael improvisaba una respuesta. Decía que su oficio no era mayor cosa, que el simplemente se dedicaba a llevar un poco de luz en medio de la oscuridad. Otras veces, que era un simple profesor que trataba de señalar el camino a quienes se perdían en las tinieblas. Una vez quiso decir que era sacerdote, y que marcaba el rumbo a las almas que estaban perdidas. El problema es que aquellas respuestas nunca fueron más que frases encerradas en su boca, pues nadie jamás le preguntaba nada.
Ismael vivía en soledad. Medio mundo había recorrido, hasta terminar en un pueblo perdido en lejanos mares de cuyo nombre ni él estaba seguro. Ismael operaba el faro que indicaba a los barcos el camino al puerto. Era un empleado del gobierno, es cierto, pero ya ninguno de sus integrantes se acordaba de él, y mucho menos de su faro. Nunca llegó a su playa una bombilla de repuesto, o el par de galones de pintura que quería para cambiar el color del techo. Las tejas, a veces, dejaban adentro más viento que el que había afuera, y parecía que el único lugar medianamente acogedor era, precisamente, el de la luz que marcaba el camino. Una vez, la veleta que señalaba el rumbo del viento vino a desprenderse y caer justo a un par de metros de aquella luz. Ismael, dentro de todo, lo tomó a bien. Dijo que el gallo de la veleta quería un poco de calor y por eso hasta su nido había querido poner en aquel farol.
El suyo era un trabajo solitario. No tenía más compañía que el gallo de la veleta, y los lejanos barcos que pasaban. Una vez al mes, un barco llevaba provisiones, ropa, y uno que otro libro que Ismael atesoraba y racionaba hasta el mes siguiente. De día Ismael dormía. Debía recuperar el sueño que su noche de vigía le imponía. Más sabía de murciélagos que de aves, de soledades que de compañías, de oscuridades que de claridad. Pasaba las noches mirando hacia la inmensidad del océano, buscando una mancha oscura en medio de otra oscuridad. Miraba ola tras ola, esperando que algún leve movimiento delatara un barco que no sabía hacia donde ir. Miraba en medio de la nada por si alguna luz señalaba acaso una pobre alma que no supiera cual sería su destino. Una noche conoció a Clara. Quizás conocer sea mucho decir. Ella se detuvo a mirarlo en medio del agua y le sonrió. El no quiso señalarla con la luz del faro, no fuera que acaso lastimara sus ojos. Ismael no necesitaba luz para lograr distinguirla. Veía en la noche oscura a aquella mujer que desde el agua le sonreía, y por una vez sintió que dejaba de lado la soledad.
A Clara le gustaban los hombres cuyo oficio parecía sacado de antiguos libros. Así que no fue una elección difícil enamorarse de Ismael. No había nacido princesa, ni cortesana. Ninguna sangre noble corría por su cuerpo, aunque de nobleza ella sabía. Era una mujer común, de sonrisa hermosa y cabello largo, con voz de contralto (o al menos eso parecía) y ojos que aún desde lejos se veían oscuros. Un poco joven, tal vez, pero se notaba en su rostro que compensaba la falta de años con experiencia. A Clara tampoco nunca le preguntaban de donde venía o a que se dedicaba. Aunque lo suyo no era tanto un asunto de soledad, sino más bien de abundancia de conocimiento. Todos sabían quien era, todos la conocían desde pequeña. Y, por lo mismo, Clara tenía siempre con quien conversar, siempre alguien a quien hablar.
Lo suyo era un amor de lejos. Clara visitaba a Ismael cada noche, y con ella algunas aves volaban en medio del silencio. Jamás había subido hasta lo alto del faro, ni siquiera había entrado hasta la habitación baja de Ismael. Simplemente se acercaba, poco a poco, metro a metro y noche a noche. Para Ismael aquello bastaba, y hasta el alba se veían. Poco importaba el clima, que los últimos días empeoraba. Lo único importante para Ismael era esperar la llegada de su Clara.
Ismael vivía en soledad. Medio mundo había recorrido, hasta terminar en un pueblo perdido en lejanos mares de cuyo nombre ni él estaba seguro. Ismael operaba el faro que indicaba a los barcos el camino al puerto. Era un empleado del gobierno, es cierto, pero ya ninguno de sus integrantes se acordaba de él, y mucho menos de su faro. Nunca llegó a su playa una bombilla de repuesto, o el par de galones de pintura que quería para cambiar el color del techo. Las tejas, a veces, dejaban adentro más viento que el que había afuera, y parecía que el único lugar medianamente acogedor era, precisamente, el de la luz que marcaba el camino. Una vez, la veleta que señalaba el rumbo del viento vino a desprenderse y caer justo a un par de metros de aquella luz. Ismael, dentro de todo, lo tomó a bien. Dijo que el gallo de la veleta quería un poco de calor y por eso hasta su nido había querido poner en aquel farol.
El suyo era un trabajo solitario. No tenía más compañía que el gallo de la veleta, y los lejanos barcos que pasaban. Una vez al mes, un barco llevaba provisiones, ropa, y uno que otro libro que Ismael atesoraba y racionaba hasta el mes siguiente. De día Ismael dormía. Debía recuperar el sueño que su noche de vigía le imponía. Más sabía de murciélagos que de aves, de soledades que de compañías, de oscuridades que de claridad. Pasaba las noches mirando hacia la inmensidad del océano, buscando una mancha oscura en medio de otra oscuridad. Miraba ola tras ola, esperando que algún leve movimiento delatara un barco que no sabía hacia donde ir. Miraba en medio de la nada por si alguna luz señalaba acaso una pobre alma que no supiera cual sería su destino. Una noche conoció a Clara. Quizás conocer sea mucho decir. Ella se detuvo a mirarlo en medio del agua y le sonrió. El no quiso señalarla con la luz del faro, no fuera que acaso lastimara sus ojos. Ismael no necesitaba luz para lograr distinguirla. Veía en la noche oscura a aquella mujer que desde el agua le sonreía, y por una vez sintió que dejaba de lado la soledad.
A Clara le gustaban los hombres cuyo oficio parecía sacado de antiguos libros. Así que no fue una elección difícil enamorarse de Ismael. No había nacido princesa, ni cortesana. Ninguna sangre noble corría por su cuerpo, aunque de nobleza ella sabía. Era una mujer común, de sonrisa hermosa y cabello largo, con voz de contralto (o al menos eso parecía) y ojos que aún desde lejos se veían oscuros. Un poco joven, tal vez, pero se notaba en su rostro que compensaba la falta de años con experiencia. A Clara tampoco nunca le preguntaban de donde venía o a que se dedicaba. Aunque lo suyo no era tanto un asunto de soledad, sino más bien de abundancia de conocimiento. Todos sabían quien era, todos la conocían desde pequeña. Y, por lo mismo, Clara tenía siempre con quien conversar, siempre alguien a quien hablar.
Lo suyo era un amor de lejos. Clara visitaba a Ismael cada noche, y con ella algunas aves volaban en medio del silencio. Jamás había subido hasta lo alto del faro, ni siquiera había entrado hasta la habitación baja de Ismael. Simplemente se acercaba, poco a poco, metro a metro y noche a noche. Para Ismael aquello bastaba, y hasta el alba se veían. Poco importaba el clima, que los últimos días empeoraba. Lo único importante para Ismael era esperar la llegada de su Clara.
Ismael pasaba los días en vela, y las noches con la mirada en los ojos de Clara. El viento pasaba, rápido y constante arrastrando en su vuelo otrora lejanas nubes. Las gaviotas volaban poco, sin alejarse nunca de la playa, pero nada de aquello veía Ismael. Hasta el pobre gallo de veleta empezó a quedarse relegado. Nada más que a su Clara necesitaba. Pasadas tres semanas Clara llegó, con la lluvia, a la playa. Fuera del agua, en los bajos del faro, lo esperó. Ismael bajó hasta la puerta, y la encontró. No se dijeron nada, no intercambiaron una sola palabra. Simplemente se miraron. Sus ojos, oscuros. Negros como el océano en medio de una noche sin luna, como la tormenta que empezaba. Un viento huracanado comenzó a levantar las olas. El sonido de su romper contra los muros que a duras penas custodiaban aquel faro venido a menos. Las gotas de lluvia rebotando una a una en el tejado mal formado, y la noche cerrada sólo atravesada por rayos que iluminaban su negrura. A lo lejos casi imperceptible, una llamada de auxilio. En el radio del faro un barco pedía luz que evitara golpeara contra la costa. En medio de las olas los marinos se sentían a la deriva, aferrados a aquella luz que como cuerda invisible era su última esperanza. Ismael nunca vio aquel navío, pues estaba perdido en la inmensidad de los ojos de clara.
Entonces vino la tragedia. Aquel gallo solitario de repente se vio a si mismo transformado de veleta a pararrayos, y en medio de la tormenta, un relámpago se sintió irremediablemente atraído por su encuentro. Aquella lámpara que servía de farol de repente reventó, dejando el mar en oscuridad. Ningún ave se atrevía a cantar, y en cambio gritos de muerte comenzaron a romper la noche, compitiendo con la tormenta. Ismael lloró. Bien sabía el destino que a aquellos marinos esperaba. Y Clara lo vio llorar. Subió una a una las escaleras, hasta llegar a lo alto del faro. Tomando los trozos de vidrio de aquella lámpara rota decidió abrirse el pecho en dos. Entonces todo se hizo blanco. De su pecho de sirena una luz tan intensa como el día mismo cruzó la noche. El faro señalaba el camino de nuevo. Los sonidos de muerte del navío fueron cambiando a gritos de júbilo que anunciaban que lograrían vencer aquel mal que esa noche los traicionaba. Y del júbilo se pasó a la alegría, y de la alegría a las promesas de que aquel hombre que manejaba el faro sería recordado y premiado por su heroísmo.
Ismael nunca supo de premios, ni de heroísmos. No salió a recibir las provisiones que traía el barco una vez al mes. Ni contestó al radio que decía que el presidente quería premiarlo. Ismael nunca salió de aquella torre. Se quedó, día y noche, esperando que aquella clara luz volviera a ser la sirena que el amaba.
Nunca más las aves volvieron allí a volar
Nunca más las aves volvieron allí a volar
lunes, marzo 19, 2012
La casa grande

Se fue de viaje mar adentro. Pero cuando se es un pobre cangrejo, o más bien un cangrejo pobre, ni nadar se puede. Así que comenzó su viaje paso a paso, caminando por el fondo del mar. El camino se recorría bastante lento. Andar con la casa a cuestas suele ser un asunto que requiere estado físico, y a aquel cangrejo últimamente le faltaba. A pocos metros de la playa vio que si quería la casa de sus sueños, debía caminar más rápido. La oferta de propiedades submarinas no es tan amplia como podría pensarse, y a ese ritmo nunca encontraría algo medianamente decente. Así que se quitó el caparazón y comenzó a caminar desnudo.
A su paso algunos animales se burlaban mientras otros se escandalizaban y decían que se les subían los colores a las aletas. Pero aquel cangrejo tenía claro su camino. Y, allí, a medio océano, descubrió que sus patas en el lecho marino alguna ventaja tenían. Su caminar firme y decidido, resultó que al mar causaba risa. Patas a un lado, patas al otro, el mar se llenaba de carcajadas con su paso. Y cada carcajada era una ola, y cada ola era un paso mas. A su marcha, la risa marina iba tomando ritmo de canción, y era un ritmo contagioso, que hacía mover tentáculos y aletas.
A pocas semanas el mar entero era algo distinto. Los peces sonreían más, cantaban más. A pocos metros de un coral descubrió una casa nueva, con un aviso de "se renta" en plena entrada. La arrendataria, una cangreja grande y sexi, de patas bien torneadas, ojos oscuros y un poco loca de carácter le dijo que aquella casa era demasiado grande para ella. Que era una herencia, pero que nunca se había sentido del todo a gusto. Que, "o le sobraba espacio o le faltaba tamaño." Con los años se había cansado de tanta soledad pero sólo ahora, que en cada gota del mar se sentía una canción se había decidido: que se iba de baile aunque bailar no supiera.
Así fue como el pobre cangrejo consiguió una casa nueva.
Pero al cabo de unos días descubrió que la cangreja tenía razón. La casa era demasiado grande, tanto como para que a él o le sobrara espacio o le faltara tal vez tamaño. Descubrió que en su primera casa, la falta de habitaciones la hubiera aguantado. Lo que no soportaba era la falta de contacto. La piel se le secaba por dentro. No importa que viviera a orillas del mar, o que incluso en él se sumergiera. Poco a poco descubrió que necesitaba beber otra piel para refrescar el alma.
Entonces juntó sus patas de cangrejo y por vez primera rezó. Seguramente el dios de los cangrejos andaba por ahí cerca porque entonces sonó la puerta de su caparazón. Y allí estaba aquella cangreja. Decía que lo de bailar no había resultado una buena idea. Que a las pocas horas de haberse ido el mar dejó de sonar, como si no hubiese ya motivos para seguir riendo. Que ahora se encontraba sola y sin casa, y que si acaso alguna bondad tendría el de recibirla. El cangrejo se sonrió.
Para dos aquel caparazón no resultó tan grande, había espacio para que bailaran allí adentro. Ella se acomodaba abajo y el sobre ella sonreía. A veces sacaban las patas, el de un lado y ella de otro, primero caminaban a la izquierda, y luego a la derecha. Allí era cuando de nuevo el mar rompía en carcajadas.
Desde entonces aquel cangrejo vive feliz, adentro de aquella casa grande en la que bebe de la piel de una cangreja dulce que con su baile hace reír al mar.
miércoles, marzo 14, 2012
Brasil
Para quienes conocen soledades desde sus inicios, recordarán que uno de los momentos más emocionantes de todo este periodo fue cuando hace ya bastantes años recibí la invitación por parte de Pajarita a participar en su convención internacional. Fue un momento maravilloso, pues además compartiría espacio con Román Diaz, una de las personas que más aprecio y admiro del mundo del origami.
Quienes recuerdan esos tiempos, guardarán en su memoria que aquel viaje nunca pudo realizarse pues aquellos papeles que nos inventamos para permitir o no que pasemos de un país a otro me obligaron a faltar a aquella cita. España no fue, y desde eso, una deuda tengo con varios amigos españoles a quienes ya he puesto rostro pero aún no he podido poner tacto.
Hoy, una nueva alegría tiene soledades. Ya es pública la invitación al evento de origami en Brasil, al cuál tendré el enorme placer de asistir. Y, curiosamente, aquel evento cuenta también como invitado a Román Diaz. Con él otro grupo maravilloso de origamistas como Isa Klein, Amália Araújo y Darcy Moraes
Sin duda, un bonito cierre a un ciclo maravilloso. Para mi fortuna, el coloso de suramerica no exige a los colombianos visa, así que la única restricción será el lenguaje. Afortunadamente, en estos años he aprendido que, cuando se trata de papel, los que hablan son los pliegues, y estos tienen un idioma universal.
Es una de las grandes alegrías que el mundo del origami me ha dado en estos años. Así que hoy, el día que se celebran los 101 años de yoshizawa y el seguidor 100 de estas soledades comparto también esta alegría:
Quienes recuerdan esos tiempos, guardarán en su memoria que aquel viaje nunca pudo realizarse pues aquellos papeles que nos inventamos para permitir o no que pasemos de un país a otro me obligaron a faltar a aquella cita. España no fue, y desde eso, una deuda tengo con varios amigos españoles a quienes ya he puesto rostro pero aún no he podido poner tacto.
Hoy, una nueva alegría tiene soledades. Ya es pública la invitación al evento de origami en Brasil, al cuál tendré el enorme placer de asistir. Y, curiosamente, aquel evento cuenta también como invitado a Román Diaz. Con él otro grupo maravilloso de origamistas como Isa Klein, Amália Araújo y Darcy Moraes
Sin duda, un bonito cierre a un ciclo maravilloso. Para mi fortuna, el coloso de suramerica no exige a los colombianos visa, así que la única restricción será el lenguaje. Afortunadamente, en estos años he aprendido que, cuando se trata de papel, los que hablan son los pliegues, y estos tienen un idioma universal.
Es una de las grandes alegrías que el mundo del origami me ha dado en estos años. Así que hoy, el día que se celebran los 101 años de yoshizawa y el seguidor 100 de estas soledades comparto también esta alegría:
¡¡En brasil nos vemos!!
domingo, marzo 04, 2012
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