Mayra vivía entre hilos y telas. Enamorada del tejer y del telar, soñaba con que el cielo no era más que un enorme tejido negro del cual en hilos de oro habían bordado estrellas. Un sueño cliché sin duda, pero al menos un sueño propio.
Todo comenzó al momento de nacer. Su madre había sido costurera y de pequeña la arrullaba poniéndola justo al lado de una vieja máquina de coser Singer que nunca había faltado a su trabajo. Al rítmico sonido del motor Mayra conciliaba el sueño, en una canasta ablandada con retazos de tela que su madre guardaba con la esperanza de, algún día, hacer un vestido de colores para su dulce niña. Con el paso de los años, aquel vestido fue creciendo, agregando nuevos retazos mientras la propia Mayra alcanzaba más centímetros que su madre dibujaba detrás de la puerta. Con cada centímetro una nueva franja, con cada acontecimiento un nuevo trozo de color, una nueva historia que adornaba aquel hermoso vestir. Durante toda su infancia, y gracias a aquel ritual casi secreto con su madre, nunca faltó a Mayra que ponerse. Pero pocos años después lo que faltó fue tener a su familia más tiempo con ella. El padre se había ido antes de nacer, y a su madre la visitó la muerte antes de tiempo, justo cuando Mayra se convertía en ese nudo que envuelve todo en la adolescencia.
Comenzó a trabajar en una fábrica de ropa, pues de algo debía ella vivir. De mañana nunca la veían salir de casa, y en las noches los vecinos tampoco la veían llegar. Si alguien encontraba que Mayra estaba en la calle, solo podría afirmar que estaba en el camino, sin nunca saber si iba o si acaso regresaba. Hablaba poco, y quien la escuchaba nunca encontraba en el hilo de su historia alguna de sus puntas, ni la del principio ni la del final. Mayra lo prefería así, pues no quería de nuevo quedarse sola sin una historia, sin alguien que la escuchara hablar.
Un día se volvió mayor de edad y los demás comenzaron a hablar a sus espaldas como suelen hacerlo los adultos cuando se enfrascan en ridículas discusiones de punto cadeneta chisme. Afirmaban que Mayra era complicada como un carrete de hilo suelto o más bien como un ovillo, o tal vez como una madeja, como aquel montón de hilos que su madre (que en paz descanse) manejaba. Algo de razón tenían, pues cada uno de sus actos era un nudo permanente. Incluso en el amor, pues siempre amaba sin principios ni finales. Amaba como el nudo que era ella. Amaba eternamente.
Cuando se desnudaba parecía que se dejaba la vida en cada prenda que resbalaba de su cuerpo. Los botones se zafaban uno a uno. Quitaba el broche de su sostén con tal lentitud que a veces parecía que no se movía en absoluto. Los retazos de su vestido parecía que se abrían costura a costura con una parsimonia tal que no podía saberse si la ropa en realidad se hacía o se deshacía. Mayra quería que aquel instante durara por lo menos un par de eternidades, que en la madeja que ella era no fuera a entrar ninguna tristeza, ninguna soledad. Al momento del amor, justo instantes antes del orgasmo Mayra se desdoblaba, se desenredaba, se desmadejaba, iba abriéndose tan grande como era, y de la nada parecía que le salieran un par de brazos más, otro juego de largas piernas.
Entonces por única vez sus amantes lograban ver sin nudos aquella madeja. Mayra, destejida en medio de la cama dejaba que su amante viniera a ella, y luego, tan solo un par de segundos después del orgasmo comenzaba a enredarse de nuevo. Las puntas se amarraban, su cabello se hacía lazos, aquellos 4 brazos se tensaban en torno al tronco y las piernas, las largas piernas, se doblaban y anudaban sin permitir movimiento alguno. Mayra temía, aunque no lo confesara, que ahora fuera su amado quien antes de tiempo la dejara.
Nunca su amante tenía tiempo de escapar. Mayra los ahorcaba entre sus telas, y después se sentía arrepentida. Así que los devoraba, bocado a bocado, de manera que siempre vivieran en ella, tejidos de la vida que era ella. Y, para ocultar el cambio de tamaño después de devorarlo, Mayra, la dulce Mayra, tejía ahora una nueva franja de retazos que adornaba su vestido.