Creen quienes viven a la orilla de aquella playa, y en eso no se equivocan, que los caballitos de mar son en realidad sutiles pieles que envuelven en su interior infinitas cantidades de agua dulce.
No es, eso es seguro, un agua cualquiera. Cuentan que el primer caballo de mar en realidad era una yegua proveniente de la tierra. No bastaban para ella las praderas ni las llanuras, en tierra el sol siempre la quemaba, secando sus ideas y sus sueños de galope.
Decían los ancianos sabios que aquella yegua había contraído la enfermedad de la sed. No bastaba el agua de quebradas o ríos, su sed era siempre eterna. Así que galopó hasta el mar donde esperaba saciar su sed tranquila.
Era natural que con el paso del tiempo se volviera de agua, y cambiara las praderas terrestres por verdes campos submarinos, sus cascos por aletas, y su soledad de tierra por la compañía fértil del dulce mar.
Lo que no saben los ancianos es que bajo el agua, aquella yegua de mar se enamoró.
No resultaba fácil aquel amor, sin duda diferente. Con sus relinchos de caballo amaba un árbol en el borde del acantilado, cuyas raíces en el mar bebían. A veces aquel árbol estiraba sus raíces y trataba de meterse en ella, dulce como era. Otras, era ella quien esperaba que las ramas tocaran el agua y entonces se amarraba a cada hoja como aquellos que desesperadamente aman suelen hacerlo.
Aquel amor tan grande fue que con el paso de los años aquel árbol se fue encogiendo, hasta tal punto que un día aquella yegua marina lo metió dentro de sí, tan profundo que desde entonces yegua de mar y árbol son uno sólo.
Desde aquel día se esconden juntos en el mar profundo, uno en otro, a la espera de nuevos tiempos en los que aquel amor de agua dulce de a la luz una nueva raza de dragones de mar.
miércoles, mayo 02, 2012
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2 comentarios :
Es una hermosa historia, felizmente acompañada de tu mágico papel plegado
:)
un abrazo
gracias maría.
un abrazo para ti...
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