No se defendió, no hubo un sólo sonido, una sola queja. Tomé su cabeza y la corrí hacia atrás. Saqué el corazón de su sitio limpiamente. Las lágrimas ayudaron en eso. Ahora sólo queda el sonido del vacío, el silencio intenso. Ya no hay bramidos ni resoplidos. No escuché el sonido de la muerte llegar, tampoco el de la vida al escaparse. Pensé que la sangre sonaría al golpear el piso, lentamente, gota a gota, como una prolongación de los latidos que ya no eran. Pero no salía de allí ningún sonido, ninguna queja. Trató de consolarme, ¿sabes? Cuando vio que venía a matarlo me dijo que me amaba. Se recostó en mí y allí lo hice. Bastó amarrar sus manos con el mismo hilo que usaba para no perderme. Acaricié su rostro y el muy monstruo me miró, con esa mirada siempre triste que sin embargo se alegraba al verme. Lo maté junto con las promesas que nos hicimos y las palabras que no terminamos nunca de decirnos. Lloré mis infinitas promesas rotas, las cosas que no fueron y las que dejaron de ser. Lloré, ¿sabes?
Entonces Teseo sonrió. La historia diría que fue él quien venció a la criatura. Hablaría del hilo y del cuchillo, del laberinto y del monstruo que ahí vivía, y aunque sabía que ella lo amaba vigilaría que los cronistas nunca dijeran eso. Nunca nadie contaría que años más tarde ella aún llora por las noches. Nunca diría nada del amor de Ariadna y el Minotauro.
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