domingo, noviembre 26, 2017

Pedro Ruiz

En Samaguan, un pueblo fantástico olvidado de Dios y del diablo en la costa colombiana, la gente se muere de vieja y de contenta.
Lo primero es culpa de la muerte, que aunque tarde nunca olvida y siempre llega.
Lo segundo es culpa de Pedro, un pintor que por las noches se imagina el pueblo que después pinta.
En sus cuadros están pintados todos, aunque a simple vista no sea fácil distinguir a ninguno. Desde Doña Carmenza, esa matrona grande y vieja que con sus caderas tapaba el sol que caía sobre sus hijos hasta Gregorio Marañón, judío de ascendencia francesa que manejaba la tienda del pueblo aunque en secreto soñaba con poner una venta de flores.

No pasaba un día sin que la felicidad de los cuadros de Pedro causaran sonrisas y estragos, porque don Pedro sabía que toda sonrisa tiene dentro algún desastre oculto.

"Don Pedro, dice mi mamá que si por favor le manda el cuadro de las margaritas amarillas, que Carola amaneció con dolor de espalda y no se ha podido levantar"
"Don Pedro, pregunta Jacobo Tapias que si le puede prestar el cuadro de la barca con pescados, ese que da buena suerte antes de salir al mar"
"Don Pedro, que doña Azucena y su marido despertaron otra vez con ausencias. Que si será que usted los puede pintar cuando eran jóvenes a ver si se enamoran“
Y don Pedro pintaba con la ansiedad del que busca lo perdido, laberintos en el alma.

La fama de don Pedro había recorrido ya toda la costa, a tal punto que con el tiempo comenzaron a llegar pedidos de la otra punta del país.


"Don Pedro, que si sería usted tan amable de pintar un cuadro con un faro y un mar en calma. Es que hay unos hombres que se perdieron en el agua desde hace una semana y sus mujeres los llaman llorando"
"Don Pedro, que si por favor le pinta a don Evaristo una casa grande porque la Juana está embarazada otra vez y van a necesitar otra pieza"

Y aunque no era mago, genio de lámpara o dios de antaño, don Pedro pintaba y los hombres volvían, las casas crecían, las mujeres se sentían jóvenes y los desplazados encontraban hogar, tierra y refugio con sólo ver sus cuadros.

Un día Don Pedro pintó un cuadro grande, con una piragua, un bosque y una mujer que desde lejos lo llamaba. Pintó un remo pero no pintó barquero.

Cuando a medio día sonó la puerta de la casa y un niño quiso decirle la razón del día, no encontró más que la casa vacía, y en la sala un caballete con el cuadro.

Es una historia vieja, que ya no cuentan mucho. Para ser honestos ya nadie habla de eso, pero aún hoy y sin que nadie medie palabra todos se turnan para poner en esa casa comida y flores, para limpiar un poco y tender la cama con sábanas limpias. Todos saben que cuando don Pedro vuelva de su viaje seguro llegará con la mujer del cuadro.

Del niño de la historia, ya mayor de edad, se sabe que todos los días visita la casa, y desde la orilla por la que vio comenzar el viaje de aquella piragua dice sin que nadie oiga: 
"Don Pedro, ¿Cuando vuelva me puede enseñar a mi a pintar?"

domingo, noviembre 12, 2017

Storyteller

Entro a una reunión. Es la quinta o sexta del día, ya he perdido la cuenta. Alguien se levanta, saluda y pone orden. Me presenta: el es Daniel Naranjo, el storyteller que ha venido a acompañarnos, el experto -dice- en aquello del storytelling. Yo sonrío, un poco incómodo, sabiendo que hablan de mi pero sin reconocerme en lo que dicen. 

Es mi turno. Dudo. Me confieso. Yo no soy storyteller. Cuando empecé en mi oficio no existían esas palabras (tan complejas, tan extrañas, tan robadas) para nombrar lo que yo hago. Soy un contador de historias, un narrador. Soy el cuento que escuchan los niños en la cama, justo, antes de dormir. Una parte de imaginación habitada por historias fantásticas que al nombrar se vuelven realidad. ¿Storytelling, me dice? No creo saber de aquello. Tan solo gusto de jugar con las palabras, con las dulces, con las cortas, con las exactas. Con las que suenan como un murmullo, con las que gritan y reclaman, con las viejas que ya nadie usa pero que siguen pegadas en mi memoria como una caricia que suplica por no caer en el olvido, con las precisas, esas que se ocultan entre los pliegues de una idea, con las propias, con las prestadas, con las ajenas que aún espero conocer. Me deleito con palabras inventadas que no requieren explicación. Soledansia, tristesencia. Me gustan las palabras que significan, las que nombran, las que describen, las que vienen acompañadas por un buen silencio. 
¿Storyteller? No lo sé. Bien pensado tal vez mi oficio sea el de la costura, el de tejer palabras unas con otras para crear abrigo, lucir virtudes o esconder defectos. O tal vez sea jardinero y lo que haga sea sembrar palabras en los otros que, si se tratan con cuidado, algún día se convertirán en historias nuevas. O tal vez soy inventor. O malabarista. Qué se yo...

La sala se queda en silencio. El ángel que porta las palabras se pasea entre las sillas. Unos y otros se miran. Se cruzan sonrisas, primero tímidas y luego francas. En los ojos, por fin, aparece la esperanzas. Entonces, sólo entonces, estamos listos para empezar:

Había una vez, hace mucho tiempo...