sábado, noviembre 26, 2016

Una crónica de lo simple


9 am, subo a un bus camino a Medellín. Lo hago casi todos los días. En la banca a mi lado se sientan dos monjas. Siempre he pensado lo mismo: si este bus se accidenta serán ellas las únicas sobrevivientes. Comienza el viaje. A pocos minutos descubrimos que la puerta del bus ha dejado de funcionar. Una mujer, sentada justo al lado de las escalas se convierte en asistente del conductor. Cuando el bus se detiene ella estira sus manos y empuja levemente la puerta para que abra. No tendrá que hacer más ejercicio hoy, supongo. Pasan la minutos y ella, la asistente, ha llegado a su destino. Se baja y ahora la puerta queda a su propia suerte. Entonces el conductor se detiene y de un cajón del bus saca un martillo. Sobre la puerta una caja que esconde un mecanismo. El conductor quita la tapa de la caja y golpea. Uno, dos, tres, cuatro golpes. Los pasajeros miramos con asombro. Guarda el martillo y presiona el botón de la puerta dos veces. Abre. Cierra. La puerta funciona. Se abre también una sonrisa en el rostro de quienes viajamos. Yo, sorprendido, pienso en el realismo mágico de este país y en la certeza de que el ingeniero alemán que diseñó el sistema de la puerta no incluyó en las instrucciones el uso de un martillo de goma. El viaje sigue, las sonrisas se apagan pues comienza la lluvia. Las ventanas del bus se cierran. Tan sólo el conductor mantiene la suya abierta, entrada de aire casi bendita. Un camión nos adelanta por la izquierda. Levanta una ola de agua que justo entra por la ventana del conductor y cae en el rostro y torso de dos mujeres en la banca de adelante. ¡Ay, mi maquillaje! grita una. Yo me río, de nuevo. Llegamos a Medellín. La gente se baja. Algunos toman sombrillas, otros bolsas de supermercado que ponen para proteger sus peinados. Las monjas no pagan pasaje. Allá nos alejamos todos, cada uno hacia su propia realidad.