miércoles, agosto 01, 2007

La ciudad de la serpiente

La soledad en la que tengo a estas, mis soledades, me tiene un poco asombrado... La verdad se debe, principalmente, a que tanto hago que ya el tiempo no me da para hacer...

Y no me gusta abandonar estas soledades que también las amo.

Por estos días, sin embargo, resulta más fácil escribir que plegar. Hace unas semanas, de hecho, me atrevía a hacer algo que nunca había hecho. Enviar un texto a un concurso... No sé que texto ganó, pero sé que no fué este. Lo pongo en soledades, simplemente, para que aquellos que gustan de leerme sepan que sigo, aún, con la palabra en la punta de los dedos. Lo pongo en soledades, simplemente, para recordarme que sigo aquí, en la punta de los dedos.
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La ciudad de la serpiente


La ciudad, esa propia, esa llena de desencantos y de engaños, que te mira y se sonríe en verano, que irremediablemente te llama a gritos y pide que vuelvas, esa que te pide que te vayas para quererla de nuevo, esa de mujeres hermosas que caminan en la calle, esa ciudad es aquella en la que nací y crecí. Pero, debo decirlo, hoy soy extranjero. Soy también un desplazado, llamado por montañas verdes que habitan el oriente… Soy extranjero por días y por noches, porque su embrujo todavía me llama, incansablemente, y me pide que la habite una vez a la semana. Y yo la habito.

Sin querer, sin preguntar ni pedir permisos, esta ciudad de la que hablo se roba los afectos y los tiempos, las miradas. Sin querer, a veces se roba tus odios. El lugar de mi querer se ha ganado también mis dolores desde hace algunos meses. Antes, lo confieso, tenía mis amores. Aquel lugar del que hablo es el punto de enlace que me abre la puerta de aquella que ahora es mi ciudad del corazón. Este lugar extraño (parte animal y parte monstruo), atrae a mares de gente, pensando en su propia vida, en su propio tiempo. Ignorantes de su suerte son devorados y escupidos por aquella serpiente que recorre las calles en minutos, los kilómetros en segundos.

Y uno, a veces, se siente barca en altamar… Cuando el sol toca apenas la montaña, cuesta distinguir el sentido de las olas, y como gota de agua te sientes succionado, escupido, bebido y luego vomitado contra una pared de otras gotas que te esperan puertas adentro mientras anuncian con el cuerpo que no cabes, que no puedes seguir, y el reloj incansable dice que debes entrar y aguantar y respirar y correr y seguir y llegar. La serpiente te devora y te lleva en su estómago, donde otros como vos miran sin mirar y otros escuchan sin escuchar.

En aquella panza el tacto toma una dimensión distinta, negada y siempre presente. Te tocan, te huelen, te manosean, te sudan, te untan sin pedir permiso y sin querer autorización. Y tu, rencoroso y a un mismo tiempo solidario, tu tocas, hueles, manoseas, sudas y untas sin pedir permiso y sin querer autorización. Sientes el calor del otro en tu nuca, y deseas ser otra gota más que se evapore, tiemblas, piensas en caer, y de repente descubres que no hay caída posible, que otra gota más está ocupando el espacio de tu descenso. Entonces de repente la serpiente se detiene, se queja, gime, y otro mar de gente sale por su boca y nuevas gotas son succionadas y llevadas hacia adentro; uno sale, devorado, y cinco más son engullidos porque aquel estómago siempre hace espacio a alguno más.

Esta serpiente tiene nombre, y todos lo conocen. Esta serpiente tiene un rostro, aunque su interior de metal y sudor se cubra en maquillaje para mostrarlo. La serpiente últimamente habla poesía, habla sobre arte, sobre otros que hace años escribieron y contaron de una ciudad y de una gente que no conocía un animal como este. El maquillaje en la mañana a veces habla sobre el artista que sigue siendo niño –niñez interminable dice-, a veces de lo lúgubres que somos. Y uno se pregunta si alguna de las tantas gotas que habita la panza de aquel monstruo se sentirá en niñez interminable en aquel momento, y cuántos sentirán aquel gemir del alma porque en su espalda llevan el propio mundo, y cuántos más no habrán visto siquiera el maquillaje que la panza lleva… Yo lo vi, y fue imposible evitar una sonrisa. Ella, que no se quien sea ella, también lo vio. Y su rostro se ha sonreido.

El lugar de mis odios es también el lugar de mí querer. A veces, en la tarde, la gente esta cansada y de nuevo es devorada, y justo entonces ríe. Ríe de aquella gota que para no caerse se toma del cuello de un extraño que se toma de las entrañas de metal. De aquella misma gota que también ríe de su temblor. En ese mar de gotas, a veces, uno encuentra gotas iguales, que no se hablan, que no alcanzan a tocarse, que no alcanza a mirarse, pero que están ahí y se sonríen, cómplices.
El lugar de mis amores es también el lugar en el cual sé, que cada día, que cada noche, cuando el sol apenas toque la montaña, he de buscar aquella gota que al mirarme sonría una vez más...
Daniel Naranjo