sábado, julio 29, 2017

Cotidianidades (III)

A mí se me acabó la adolescencia de golpe, en un supermercado hace un montón de años. Un día, aún no sé cómo ocurrió, iba caminando entre las diferentes secciones cuando de repente me encontré en medio del pasillo de los enseres de cocina. No corrí en un intento de escape desesperado (lo cual seguramente ya era un indicador de edad) sino que me quedé allí, casi quieto, medianamente inmóvil. Frente a mí se hallaba un pequeño sartén. Delicado y elegante. Una obra de arte de la ingeniería culinaria. Pensé, recuerdo, que nunca había visto que bonito resultaba aquel simple artefacto.

Pucha, de golpe me cayeron encima los años. Game Over. Fin del juego. En la pantalla apareció “the End”.

No sé a quién diablos le dio por poner, escondido entre las ollas, algo así como un “disparador de conciencia de edad propia”. Durante años pensé que eso sólo me había ocurrido a mí. Que había sido un momento único e irrepetible de descubrimiento propio. Es lógico, me imagino, que cada persona tenga su propio recuerdo específico del día y la circunstancia particular por la cual descubrió que la juventud había terminado. Yo tendría ese, de las ollas, y san se acabó. No más filiaciones ollístico-temporales. No más relaciones olla-edad. Pero hoy, ¡hoy!, hace sólo unos minutos, descubrí que las ollas, las malditas ollas, se han confabulado.

Porque mientras cocinaba, hora de la cena, decidí ensayar con un plato nuevo. Nada complejo, simplemente una receta que no había preparado antes y entonces bajé la cabeza y en vez de tomar una pieza cualquiera de mi pequeña batería de cocina tomé una olla en particular. Esa que compré una vez en un viaje. Esa que uso mucho pero que hoy, de golpe, descubrí que es mi olla favorita.

Fue algo así como una epifanía de teflón. Un descubrimiento propio con mango de madera. Una confirmación con alma de aluminio. Porque otra vez me di cuenta que se pasaron los años. Que la juventud esa con la que llamamos a la adultez primera no es más que una mentira. Que ya estoy grande y siempre, cada día, estarán allí las benditas ollas para recordármelo.

Y recordé también que mi mamá tenía una ollita. Un perol pequeño que veía yo en la infancia. El teflón se le caía ya a pedazos, y creo no había desayuno en el cual no comiéramos huevo debidamente fortificado con trazas de aquel metal. Pero ella seguía con su perol, todos los días puesto sobre la estufa. Seguramente ella pensaba que cuando aquel perolcito muriera se le acabaría de golpe alguna juventud (falsa también) con la que nombraba a los 40.

Voy a llamarla a preguntarle, pero antes creo guardaré mi ollita. No es por nada, aclaro, pero prefiero evitar que algo malo le pase.





sábado, julio 15, 2017

Cotidianidades (II)

A riesgo de sonar repetitivo, a mi también me hace llorar la cebolla. Algo debe estar mal con la maldita. Tal vez abusaban de ella cuando era un pequeño retoño, o tal vez sea una suerte de crueldad interna, algo innato que la lleva a actuar así.

Hace unos años cuando comencé a vivir sólo pegaba a veces, en la noche, mi oído a la nevera. Cuando el motor dejaba de sonar se escuchaban dentro los murmullos. Escuchaba sus gritos sofocados y luego los llantos también ahogados de otros vegetales. Lloraban los tomates y la lechuga. Se que era todo culpa de ella, de la cebolla, a pesar de que la puerta estaba cerrada. Al abrir el cajón de las verduras todas tenían su olor. A veces se expandía a otros cajones. Una vez incluso el agua llegó a tener aquella presencia invisible a los ojos pero completamente innegable. Porque ella, lo sé, se había pasado molestando a todas con esa infinita crueldad, esa malicia obvia que se interna capa tras capa, cada vez más profunda, más adentro, contenida a la espera de salir.

Hoy en día la guardo siempre separada. Uso un recipiente aparte, de aquellos de cerrado hermético que no permiten que se abra desde adentro. Cuando la saco suelo partirla casi con la misma sevicia que ella ha demostrado con los otros. Es creo la única tortura que he realizado en la vida. Cortarla en cuadritos pequeños, casi diminutos, imperceptibles a la boca. Pero ella insiste y ejecuta su venganza.

Porque sabe que mientras más veces la corte, con más fuerza me hará llorar. Porque sabe, que cuando empiezo se me vienen de golpe otras tristezas. Y entonces nunca paro de llorar.

martes, julio 11, 2017

Cotidianidades (I)

Hay un momento del día en el que los que vivimos en alguna gran ciudad podemos observar en un instante todas las emociones del ser humano, pero sobretodo sus desilusiones. Es un momento breve, ya lo dije, que suele durar 10, 15 o a lo sumo 30 segundos. Varía según la ciudad y la hora. No hablo del noticiero, ese reino del miedo y la maldad humana. Hablo de aquellos segundos en los cuales se abre, en una estación cualquiera, la puerta del metro.

Hay quienes no ven nada, sentados mirando la pantalla de su celular como si fuera aquella una ventana propia a un mundo ajeno. Los que aún abren los ojos suelen compartir miradas y ver rostros que de otra manera jamás verían.

Hay caras que siempre se repiten, por ejemplo la de la decepción. Hoy la vi en una mujer que observaba el metro con esperanza, pero al ver la puerta abrirse descubrió que no tenía forma de ingresar. Decepción chiquita, dirán algunos, pero quien sabe que historia tendría ella que abordar. No hay decepción peor que la de llegar tarde a la historia propia.

También está siempre el rostro del desconsuelo. A veces se ve en quienes ya llevan 3 o 4 vagones en los que no pudieron entrar. Tantas decepciones juntas que llegan a ese rostro. Pero hay otros casos, esos son los peores, en los que el desconsuelo llega por acumulación de desgracias, porque antes, al despertar, alguna tragedia se posó sobre los hombros. Es entonces cuando un simple metro, se vuelve la comprobación de que la vida no pasa por buen momento. A veces basta un metro para entender todas las desgracias propias.

Hay algunas personas que piensan que fueron elegidas como guardianas de alguna suerte de comodidad invisible. Son los que se hacen en la puerta y no permiten que nadie ingrese. Suelen mirar con cara de malos perros, de malas pulgas, de pocos amigos. Esos en realidad son los peores. Son malas personas. Todos aquellos que los conocen dan fe de eso en la intimidad del secreto.

También suele estar allí, benditas sean, mujeres que tienen una suerte de complicidad en la mirada. Son aquellas que ves desde lejos, qué te miran a los ojos, que te sonríen con aquella sonrisa secreta en la cual sobran las palabras. Ésas son aquellas que nunca dicen nada pues su sonrisa ya lo dice todo.

No puedo evitarlo, yo siempre me enamoro de esas.

Quizás por eso a veces en el metro me siento triste sin motivo, porque sé por dentro, en lo más profundo, que cada viaje es la promesa de un amor que nunca fue.

jueves, julio 06, 2017

Una pensión de mala muerte

Lo mío es un problema de ruido. Leí por Internet que se trata de un trastorno de personalidad múltiple con modificaciones asintomáticas, lo que viene a traducirse en palabras simples en que soy un bicho raro. Porque eso de las personalidades múltiples funciona de manera más o menos ordenada. Un día se es una viejita amable y muy decente, al otro un asesino en serie. Además, y eso es maravilloso, normalmente no se conocen. Si lo hicieran la viejita regañaría al asesino y le prohibiría hacer esas cosas con puritica voz de madre. Pero no, no se conocen. No saben lo que el otro hace porque suelen ser así, ordenados y juiciosos. Primero aparece el uno, va y hace lo suyo y luego llega el otro. 

Y lo mío no es eso, claro que no. A mi se me aparecen todas al mismo tiempo. La maldita vieja y el asesino en serie, el anarquista que sólo quiere ver el mundo arder y el joven responsable que sólo quiere salir adelante con un buen trabajo. Y se pelean, claro. Porque todos saben lo que está haciendo el otro. Se crean pequeñas guerras barriales, como si fueran pandillas de película de bajo presupuesto. Hay un escritor bohemio, que sueña con publicar un libro de poemas y se la pasa escribiendo cuentos de dudosa calidad. El muy idealista no sabe de negocios, de editoriales, de canales de distribución. El yupi que se cree gerente y que dice saber de eso podría ayudarle si quisiera. Pero ese par se odian a muerte. Creo fueron ellos dos los que comenzaron la guerra interina, pero ya no me acuerdo. Esa parte de mi memoria la tiene en comodato un viejito bonachón que hoy sufre de alzheimer y aunque era muy respetado ya nadie le consulta nada. El joven responsable no sabe tomar partido. Quiere ser como el yupi ese, exitoso, con buen cargo, respetado, pero también admira secretamente al bohemio artista, aunque está convencido que va a caerse muerto de hambre el día menos pensado. La viejita los quiere a todos como si fueran hijos, y sufre mucho con tantas peleas. El anarquista es para ella el hijo bobo que hay que cuidar porque ella sabe que él quiere ver arder el mundo con la esperanza de que algo bueno salga de las cenizas. Y también sabe que nunca va a tener éxito. El asesino en serie es el más callado de todos, y eso francamente lo agradezco. No es un mercenario, lo cual me gustaría aún más porque sé que el yupi le pagaría por matar a todos y quedarse solo. El anarquista también quisiera contratarlo, pero no le alcanza con la platica que le da la viejita amable cada semana. Además sospecho el anarquista quisiera que el asesino lo matara a él primero, lo que seguramente no disfrutaría porque existe un cierto afecto entre homicidas y anarquistas. De todos es el niño el que más sufre. No entiende por qué se llevan tan mal los unos con los otros, y de no ser por la mujer nudista y medio puta que le habla desde el lóbulo frontal seguramente ya se hubiera ido a cualquier otro cerebro. Todos le tienen ganas a esa mujer, pero ella no quiere nada con nadie sino algo con todos. 

Creo existe una madre cabeza de familia entre todos esos. No habla mucho, o por lo menos eso parece. La escucho sobretodo por las noches cuando hace cuentas de cómo llegar a fin de mes porque su jefe no le paga el sueldo hace dos meses. Es por la crisis, dice. Al jefe no lo conozco. Ese no vive en mi cabeza afortunadamente, aunque no dudo que él y el yupi se entenderían de inmediato. Estoy seguro que si la madre no estuviera siempre tan angustiada y si pudiera disponer de un poco de tiempo cogería trapera y escoba y limpiaría un poco todo el mugre que llevo dentro. Pero no tiene tiempo, ni fuerzas, ni plata para comprar un buen cepillo. Por lo que sé, quisiera dejar a su hijo con la viejita mientras se va a trabajar, pero el niño es rebelde y grosero con la madre y prefiere irse donde el poeta pobre que no le da comida pero le enseña a hacer avioncitos de papel. 

La última vez que fui al psicólogo me decidí a contarle todo eso. Era necesario, les dije a todos, porque si seguían así me iban a enloquecer del todo. Esperaba el doctor me internara o por lo menos me mandara alguna pastilla que los mantuviera en silencio por un rato. 
Me miró desde la silla al lado del sofá y me preguntó si había otros. Le dije que si, que eran más, que mi cabeza parecía una pensión de mala muerte en la que los inquilinos llegan y nunca se van. Que a dios gracias el asesino ejercía una suerte de control de población.

El tipo ese me miró. Se tocó las gafas y me dijo que lo mío era normal, que así eran todos los que el conocía. Que para mí no había pastillas ni góticas de valeriana. 

Entonces todas las voces de mi cabeza entendieron exactamente lo mismo al mismo tiempo: ese tipo estaba más loco que una cabra. 

Por cierto, tengo cita de nuevo el lunes.

lunes, julio 03, 2017

VIOLETA

Violeta es adicta a coleccionar palabras. Todo comenzó cuando, años atrás, le regalaron un poco por error y un poco por azar, su primer diccionario.
Violeta dice que en su casa nunca había que leer, y cuando a los 8 años pidió un libro para su cumpleaños, su madre, que leer nunca había aprendido, fue a una librería y pidió algo que tuviera muchas palabras. Nunca se supo si el librero era un ángel disfrazado o un demonio distraído, pero a la madre de Violeta le fue dado un diccionario.


¿Y esto tiene muchas palabras? - Preguntó la madre.
¡Las tiene todas! - Respondió el librero.


Desde entonces Violeta colecciona palabras. Pero no las colecciona por orden alfabético, sino que las acomoda por su significado. Dice que "así es más claro", porque en vez de  buscar qué significa la palabra busca aquella que representa lo que el alma quiere decir.

De todas sus palabras, las que más atesora son aquellas que en ningún diccionario de aquellos que pueden ser comprados aparecen. Gusta de palabras como soledansia (aquella soledad ansiosa) o tristesencia (aquella tristeza que da la ausencia), pielzura (que es el sabor dulce que toma la piel después de amar) o amarsancio (que es el cansancio que queda después del amor).

Salvo para sus amores, las palabras que Violeta pronuncia resultan incomprendidas. Pareciera que es una mujer que habla en lenguas extrañas y olvida las reglas básicas de la gramática. No le importa poner el sustantivo antes o después del artículo, el adjetivo primero o vez tal después, verbo persiguiendo pronombre artículo y del debajo color por...

Pero no importa que no comprendan sus palabras, porque invariablemente comprenden su intención. Cuando Violeta habla sus palabras significan siempre. Y quien las escucha tiembla y se enamora.

VIOLETA


VIOLETA
Dibujo en carboncillo sobre papel Edad Media.
Ilustración para un cuento del mismo nombre.