Juan Gimeno es historiador de vocación, y quizás también de oficio. Es historiador de cosas viejas y tiempos pasados, de historias que se desvanecen en memorias antiguas. Es él uno de aquellos que resulta ser memoria de aquello que se ha perdido en el recuerdo.
Hace unos días preguntó por un par de libros viejos, y sin querer preguntó también por sus historias. Esta noche quisiera contar una.
La historia de mi primer libro ya la dije alguna vez. Creo que ninguna historia será tan bella como esa, pero la historia de este otro tiene también su oculta hermosura, por lo menos para mi. Ocurrió hace más de 20 años, en la época en la que difícilmente se encontraban libros que hablasen de papel doblado, en los tiempos en los que la palabra origami sonaba a insinuación.
Todos los origamistas conoce la situación. Llegar a una librería y preguntar, tímidamente, si acaso tienen libros de origami. Esperar unos segundos y observar como el rostro del librero cambia. Ocurre luego una de dos escenas.
*¿Ese es el apellido del autor?
- No, es el tema.
*¿Origamia? no, no me suena.
- Bueno, gracias.
O, tal vez...
*¿Origami? espere un momento.
(Y entonces te emocionas pero intentas, vanamente, que la emoción no te desborde. Y esperas. Tic. Tac. Tic. Tac. Tic...)
*No, de eso no tenemos.
Luego irse del lugar, culpándose uno mismo por haber preguntado, por permitirse emocionarse, por sucumbir, de nuevo, a la superflua ilusión.
Algunos, como yo, aprendemos con el tiempo que resulta mejor buscar por uno mismo. Tal vez la constancia venza lo que la dicha no alcanza, o tal vez las ganas consigan lo que el conocimiento niega. Entonces vamos directamente a las secciones, miramos uno a uno, portada tras portada. Esfuerzo vano. Con los años dejamos de buscar, cansados del mismo rostro perdido, de la misma esperanza ilusoria, del mismo esfuerzo sin sentido.
Pero vuelvo a la historia. Años atrás entré a una librería en Medellín. Iba con mi padre, creo, asiduo visitante él de aquellos sitios. No era una librería de cadena sino una pequeña, de aquellas que no tienen poder de negociación frente a las editoriales, de aquellas que no reciben lo que compran sino aquello que las editoriales desean enviar. En ella los libros estaban por editoriales, no por autor o tema, y allí tuve la fortuna de encontrar lo que parecía una novela más. El libro de las pajaritas de papel. No había allí ninguna novela. Las palabras aquí no hablaban de un protagonista y sus aventuras o tal vez sus desventuras. En cambio, a mis ojos, magia.
Vivía allí un Ícaro que se llamaba Dédalo (mil perdones, pero en la emoción no recordaba diferencia), un toro que podía quizás lanzarse a la embestida, una monja llevada por el viento (y el viento lucía aún más que la propia monja). Un rostro, increíble rostro, un cerdo como pocos. Una paloma cuyas alas no se movían y, sin embargo, bailaban cada vez. Un drácula, poderoso, que se transformaba y volaba con mis sueños. Cada modelo más bello aún que el anterior. En medio del libro, color. Fotos de colores que mostraban figuras que nunca lograrían plegarse con semejante hermosura. Compré el libro con temblor en las manos. Era estudiante, aún en el colegio, así que comprar el libro era disponer de todos mis ahorros de más de un mes y pedir la ayuda de mi padre o de mi madre, ya no recuerdo mucho. Pero el temblor no era por su costo era porque la magia se encontraba en la punta de mis dedos. Y la magia, bien hecha, siempre conmueve.
No recuerdo el rostro del librero. No sé si miraba sin saber que había vendido. No recuerdo si el libro estaba codificado aún o no. En resumen no recuerdo más que los montones de horas y días tratando de plegar uno a uno aquellos modelos.
Vuelvo a aquel libro con frecuencia. Años después de haberlo comprado leí su introducción. Allí también existía un protagonista. Con aventuras y desventuras, con viajes, con una historia que parecía nunca iba a terminar.
Han pasado casi 30 años, bueno, 26 para ser exactos. Aún lo tengo en mi mesita de noche. Pocos libros viven allí. Mister Gwyn de Alessandro Barecco, El libro de los abrazos de Eduardo Galeano y El libro de las pajaritas de papel. Todos ellos son abrazos diferentes. Todos ellos, muchas veces, han sido mi compañía durante noches de soledad. Una mancha de agua recorre sus hojas en la parte de arriba. La portada, ha ido perdiendo sus dibujos y su lomo se conserva sostenido con cinta de emascarar. Ya huele a libro viejo, tan viejo como esta historia.
Juan Gimero es historiador por vocación, historiador de cosas viejas y tiempos pasados que se desvanecen en memorias antiguas. Hoy me ha devuelto más de 20 años en el tiempo. Hoy soy yo quien cuento esta historia, que ahora a él le pertenece. Gracias Juan. Montones de gracias.