sábado, junio 19, 2010

EL RITUAL EMOCIONAL DE LOS TAIMAKUN (FRAGMENTOS)


[…] Así que, para dejar de querer, en aquel pueblo se arrancaban el corazón. Lo dejaban en cajas de colores claramente separados unos de otros siguiendo una codificación por cromática que, para quienes están familiarizados con sus costumbres, resulta claramente comprensible: Cada caja es marcada con un color que representa el tipo de amor perdido. Hay corazones que se guardan en cajas negras, pues negros amores fueron. Otros se guardan en cajas blancas intentando la pureza de aquel amor pueda preservarse. Algunos son guardados en cajas de un color rojo encendido, pues se supone que los amores profundos están marcados por este color que más que pasión representa para este pueblo un contacto con la deidad. No deja de ser curioso señalar que para muchos de ellos la piel es un regalo de lo divino, razón por la cual explorar la piel del otro es entrar en contacto con la divinidad. […]

[…] “La primera vez que te sacas el corazón es la más impresionante. Dudas si serás capaz de seguir vivo, dudas que te vuelva a nacer el corazón. Pero una vez vencido el miedo resulta una actividad bastante cómoda.” […]

[…] Resulta sumamente conmovedor observar como unos pocos conservan el ritual de extirparse el corazón. Pero más sorprendente aún es observar cómo pueden sacar cada tiempo los distintos corazones que han guardado en cajas de colores, para usarlos nuevamente y volver a amar a quienes antes creían perdido. Aunque no es así como lo explican, parece que más que para dejar de querer, el ritual sirve para seguir queriendo sin dolor […]

[…] No hay regalo más valioso entre los Taimakun que un corazón ya usado, entregado en su respectiva caja. Para aquellos no iniciados en sus misterios resulta siempre un regalo amenazante, pues recibir el corazón de otro no deja de ser una profunda responsabilidad, pero quienes descubren el resultado de la actividad registran un cambio tan profundo que nunca más pueden amar sin dar a cambio el corazón. […]

[…] No puede hablarse de un único ritual para entregar el corazón. En algunos casos el ritual es altamente ceremonial, en otros la ausencia de elementos externos es manifiesta. El caso de entregar el corazón entre sexos opuestos resulta tan poético como ausente de materiales o recursos externos:
“Uno frente a otro se despojan de su ropas, y desnudos se sientan de forma que puedan tocarse uno a otro. Luego unen sus frentes y hablan. Evalúan los motivos por los cuales han de darle el corazón al otro, y luego simplemente se abren el pecho y lo intercambian.”

Entre personas del mismo sexo, el intercambio suele realizarse de manera más paulatina, pero no por esto menos comprometida. La ausencia de la desnudez es, en cambio, compensada por la abundancia de rituales de una sutileza difícil de comprender, incluso para ellos mismos. De hecho, no siempre puede decirse que se entregue el corazón de la misma forma. La mayoría de las veces se programan actividades, que aunque nos parezcan pequeñas, son sumamente importantes para el pueblo:

“...asistir juntos a celebraciones, participar en juegos colectivos. Normalmente no hablamos mucho, pero cada vez que asistimos a esos eventos y sudamos juntos nos entregamos uno al otro un poco del corazón.”


[…] Igualmente, no existe mayor insulto que dejar un corazón a la intemperie, en cajas que no soporten ni la luz ni el agua. Los Taimakun piensan que “un corazón dejado a la intemperie habla más de quién lo ha dejado afuera que de quien lo ha entregado”.

[…] Se han presentado casos en los cuáles el destinatario del corazón no resulta digno del regalo. Al preguntarles sobre este asunto a los Taimakun, su respuesta resulta inicialmente enigmática: “quien no es digno de recibir un corazón, jamás será digno de entregarlo”. Sin embargo, esta respuesta es más que una figura literaria pues, de hecho, de una forma que aún nos resulta desconocida, los Taimakun reconocen en el corazón de quien ha sido “maldecido” las huellas de su acto indigno, y al acercarse a él evitan cualquier tipo de contacto que ponga en riesgo su corazón. En cambio, para compensar a quien entregó el corazón en vano, suelen buscarse curanderos que con palabras y actos sanen viejos dolores y nuevamente permitan entregar el corazón.
Tristemente lo que no era un hecho común en aquel pueblo regido por las mismas creencias empieza a ser cada día más frecuente al encontrarse con personas provenientes de otras culturas. Algunos Tamakun, siguiendo el ejemplo de otras culturas han dejado de arrancarse el corazón. Se denominan a sí mismos “Taimakun-natapy”. Según dicen:

“el dolor de entregar el corazón a un indigno tarda tiempo en sanar. En cambio los Kutana (nombre que dan a quienes no pertenecen a su pueblo) nunca sufren de ese dolor pues aman de a pedacitos y siempre en lo superficial, y así se evitan el dolor”
Lo que los Taimakun-natapy no comprenden aún es que si bien evitan el dolor también evitan la alegría del amor profundo […]

martes, junio 08, 2010

El bosque

Años atrás leí que, en el fondo, éramos una combinación de todos los elementos del universo. Recuerdos de un lejano estallido en el cuál todos los elementos tuvieron origen. No somos, decía, más que la mezcla de pequeñas cantidades de aquella explosión.

Años atrás, escuché que en realidad no éramos más que bolsas de agua y carbono. Definición que curiosamente no dejaba de ser considerablemente acertada.

No dudo de la biología y de la razón que tenga, pero creo que no es la única explicación posible. Tampoco voy a ponerme religioso, a señalar que somos parte del espíritu de alguna deidad. Es sólo que creo que, más que agua, somos tierra. Parcelas de tierra a la espera de ser sembradas.

Algunas veces no sabemos cómo o quién lo sembró, pero en medio de esta tierra habita un enorme árbol de soledad. Sus frutos caen y generan nuevas soledades. Nos volvemos un eterno entramado de ramas que se abrazan en la noche.

Otras veces, un árbol de alegrías es quien nos habita. Y pequeñas alegrías nos recorren y nos siembran sin siquiera llegar a darnos cuenta. Entonces llegan las aves a atravesarnos y llenar los nidos con sus cantos.

A veces nos miramos y nos encontramos baldíos. Ocurre que no sabemos qué sembrar, o aunque sepamos qué, desconocemos el cómo hacerlo. Tierra sin sembrar que no sabe ser sembrada. Entonces conocemos gente. Personas que, sin esperarlo, llegan a sembrarnos. No siempre lo saben, pero nos siembran. Nos volvemos bosques de lo que otros plantan en nosotros. Las hendiduras de nuestra alma se llenan de forma tan profunda que los surcos que se generan nunca logran cerrarse de nuevo. Y a veces siembran promesas, y otras más siembran tristezas. A veces siembran sonrisas dulces y alguna que otra carcajada. Un sembradío toma forma en nosotros y las raíces de nuestros árboles se entrelazan y se anudan. Se lían como tejidos por palabras que empiezan a construirnos. Y es entonces que descubrimos que aquellos que conocemos se vuelven parte de quienes decidimos ser. Para bien o para mal quienes nos siembran se hacen parte nuestra.

Y llega aquel momento en el que, más que tierra, nos convertimos en un bosque.