A mi me gustan las palabras (y también, como no, las mujeres). De hecho, estas soledades han sido una excusa para jugar con ellas (las palabras), para conocer nuevas, para reamar viejas. Quisiera, como no, manejarlas como lo hacen los maestros, aquellos que también gustan de ellas. Porque la palabra escrita es como un vicio, como una condena y un destino al que de a poco vamos llegando todos. Precisamente en estos días, los niños de Medellín se pasan hablando de palabras. La actividad me parece bonita, aunque ya se ha hecho en exceso: Grupos de niños inventan palabras, o inventan significados.
De la lista de palabras resultante, hay una que me encantó: Murmulencio.
He oído murmulencios alguna vez, sobretodo en el campo, sobretodo en la noche. Suenan cuando nadie quiere oírlos, cuando abundan los silencios que tememos y los que disfrutamos. Los expertos en murmulencios suelen ser, precisamente, los espantapájaros, expertos en hablar el lenguaje de las aves y el de los silencios. Expertos en espantar los pájaros de la soledad.
Conocí a una mujer a quien llamaba espantapájaros porque cuando estaba a su lado los pájaros de la soledad hacían su nido en otros bosques. Conocí a una mujer experta en murmulencios, a otra experta en murmullos y a otra experta en silencios.
A veces pienso que las mujeres también están hechas de murmulencios...