Se llamaba Ana, y atendía el turno de las 2 hasta las 10 de la noche. Tenía ojos cafés.
Se llamaba Juan, y todos los días a las cinco le compraba, a Ana, un café, largo, con leche de soya y dos toques de canela.
Su amor hubiera sido eterno de no ser porque una tarde Juan descubrió que, en el vaso del café de quién se sentaba en la mesa a su lado, Ana había escrito las mismas palabras que él creía eran solo suyas.