¿Y cómo vas con tus monstruos? me pregunta con ese tono de voz que es al tiempo curiosidad y certeza.
Mejor, le digo. Ya nos hemos ido acostumbrando los unos a los otros y bien que mal convivimos. Debe ser eso lo que llaman la serenidad de los años.
¿A qué te refieres? insiste, con esos ojos de tierra y de esperanza, de bosque oscuro y de sonrisa.
Mis monstruos también se van volviendo viejos, con sus canas y sus achaques, con dolores en la mañanas al despertar, con sus caprichos. Hay algunos que incluso lucen tiernos con los años, como si el tiempo fuera teñiendo de costumbre su existencia igual que lo hace con los recuerdos. Hay días en los que me sorprendo cuidando de ellos, preguntándoles cómo están.
¿Y no has pensado despedirlos de una vez? pregunta, conociendo la respuesta.
No. Nunca. Si ellos se fueran ¿quién me haría compañía?