Esta entrada se publicó originalmente aquí,
acompañando un modelo de origami.
Se publica de nuevo, ahora sin imágenes y con algunas
correcciones de estilo,
para comodidad de quienes sólo buscan
las palabras de este blog.
¡Has tu truco! le decían. Y Lentamente subía a lo alto de una esfera que parecía iba a estallar con su peso.
¡Otro más!, gritaban, y bajaba de la esfera y levantaba sus patas mientras el público estallaba en gritos de admiración.
¡Has otro!, y entonces levantaba una pata más, quedando en un equilibrio que poco tenía que ver con su tamaño.
Decían que era un gran acróbata, un talento innato como saltimbanco. Algunos lo confundían con un contorsionista. Pero en realidad, bien sabía que no era más que un simple payaso, obligado a hacer reír a quienes el circo visitaban. Su mejor truco, su único truco real, era evitar que cada noche lo vieran llorar. Descubrió qué era en realidad cuando una noche la esfera que cargaba su peso reventó y el cayó tonelada a tonelada sobre un piso que no quiso amortiguar el golpe mientras carcajada a carcajada el público reía. Un payaso. Nada más.
A veces, se consolaba pensando que su vida no era tan mala. Un viejo orangután le decía que el sabia de zoológicos y que eso si era una vida triste, todo el día recorriendo la misma jaula. Le decía que los elefantes en esas jaulas simplemente se balanceaban, añorando vidas que no tuvieron.
Había recorrido el mundo, o algo así. No era mucho el mundo que se recorre cuando desde un contenedor sólo puede verse hacia afuera, estirando un poco la trompa. A su madre le habían tocado otros tiempos, en los que ella misma vagaba por las calles, con un aviso que colgaba sobre ella. Pero ya las ciudades no daban permiso a los elefantes de caminar por media calle, que siempre complicaban el tráfico y obligaban a pagar horas extras a los encargados de limpiar. Su vida se pasaba del contenedor a la carpa, y de la carpa al contenedor. Pensaba a veces que los suyos eran barrotes de color, pero a fin de cuentas barrotes.
Sobra decir que recordaba. Cada año de su vida, cada momento, cada risa. A veces hubiera querido olvidar, dejar aquella memoria prodigiosa, y vivir un día a la vez. Pero no podía luchar contra su naturaleza de elefante.
Una noche, en las afueras de una ciudad pobre, de la cual nunca supo su nombre, descubrió que la puerta del contenedor no estaba bien cerrada. Un nuevo ayudante del circo había olvidado poner el candado que evitaba la puerta se moviera. Así escapó. Corrió toda la noche y todo un día, ebrio de libertad, aquel payaso triste que no sabía que esperar. Despertó en un bosque hondo, oscuro, rodeado de una enorme soledad. Aprendió a sacar raíces, a encontrar algo que comer. Nunca supo si lo buscaron o no. A fin de cuentas era un elefante viejo, que probablemente no valdría la pena recuperar.
Hizo nuevos amigos en los animales del bosque, o al menos eso quiso pensar. Todos ellos se impresionaban por su tamaño, por esa trompa larga y sobretodo por esa fuerza que permitía arrancar un árbol de raíz.
En las noches se reúnen a su lado, y lo escuchan contar sus historias del circo. Nunca falta un animal que sorprendido le diga: ¡Has tu truco! y entonces hace equilibrio en una sola pata, y sin que nadie se de cuenta comienza de nuevo a llorar.