"Que lento pasa el tiempo" dice el caracol.
Luego se echa a correr.
Años atrás el alma me pedía una mujer a lomo de un caracol. Aquel caracol iba sin prisas, creo, marcando la entrada a un tiempo nuevo en el que muchas cosas que eran dejaron de ser. En mi caso, el origami siempre ha sido autobiográfico. No sólo es que deje el alma en el papel, es que además los modelos surgen como un llamado de lo que el alma pide o de aquello que el universo otorga.
Es un tema que, hasta donde sé, comparto con pocos origamistas, pero que seguramente he de compartir con más. A fin de cuentas el no saber si algo se comparte no implica que no se haga. Pensándolo bien, ha de ser un asunto común a todo nuestro que hacer: Dejamos el alma en lo que hacemos, en el momento en que vivimos. Nuestros actos, sean sobre papel o sobre piel, sean sobre piedra o sobre las cuerdas de una guitarra, sean sobre poco o sobre mucho... nuestros actos hablan de quienes somos.
Quizás al caracol también se le juzgue por sus actos. En su defensa, es claro que se toma su tiempo para lo que hace (sea lo que sea). Quizás el caracol logre que lo que piensa sea igual a lo que dice y eso igual a lo que hace. O quizás el caracol vive renegando de su suerte, diciendo que hasta ella debe tardarse en llegarle...
Que poco sabemos de caracoles, y que tanto nos parecemos a ellos algunos días. En esos en los que el tiempo pasa más lento, en esos en los que se quiere que el tiempo deje de pasar. Son los días del caracol, esos en los que nos escondemos en aquella caracola que lentamente sube al cielo, esos en los que pensamos salir y dejarlo todo atrás, y sin embargo permanecemos con nuestra historia a cuestas como si se tratara de una vieja casa que oculta lo que somos. Esos días en los que nos recostamos en la caracola del oído y nos llegan de regalo palabras dulces que nos recuerdan el mar (y el amar).