Decía mi abuelo que antes existían tiempos más simples. Eran tiempos en los que cada cual hacía lo que a bien quería hacer. Había quien subía al cielo cada noche y pegaba en el estrellas; trabajo de nunca acabar sobra decir pues justo al culminar la jornada alguno más llegaba pintando el cielo entero de color azul. Otros se dedicaban a colorear las hojas de los árboles, según la estación que otros más quisieran en los prados dibujar.
En esos tiempos, según cuenta, el mar era una mujer inmensa y dulce. Bastaba estar a su lado para que el vaivén bajo su cintura vientos de huracanes atrajera. Llamados por la tormenta, los marinos se perdían a si mismos. Era lógico; tanta agua tenía aquel mar que ahogaba los pesares, dejando sólo recuerdos de humedad.
Aquella mujer solo una vez se había enamorado. Fue, según cuenta, de un hombre pequeño y dulce que siete días tardaba en recorrerla y 78 noches empleaba en amarla. Ningún empleo tenía aquel hombre, más que el de sacarle cada noche brillo al rostro de la luna. A pesar de su pobreza, de él se enamoró aquella mujer cuando para conquistarla le regaló siete caballos libres a quienes apenas enseñaba a galopar
Entonces dios se cansó de tanto desorden, y se tomó unos días para separar los cielos de la tierra, la luz de la oscuridad y todo aquello que los domingos en misa suelen contar. Lo que no cuentan es que aquel hombre se quedó atrapado en la luna sin poder de nuevo bajar.
Hasta su regreso ella ha cambiado lo dulce por lo amargo y aquel movimiento se ha convertido ahora en un simple mecer que en las olas se reconoce. Y sin embargo, aún a veces se sonríe, cuando en medio de la luna llena el galope de los caballos recorren sus piernas acariciándola de abajo a arriba, revolcándole con su paso los recuerdos del amar.