El día que Juan Simón Santacoloma cumplía los 40 años abrió las puerta de su casa, se sentó en el estrecho andén y comenzó a hablar.
Estaba en la mitad de la vida, dijo, y además estaba sólo. Y triste. No sabía si era la soledad lo que lo ponía triste o más bien por culpa de la tristeza se la pasaba en soledad. Se sentía roto, como un florero viejo al que ya nadie ponía flores, como un jarrón que al quebrarse había sido pegado sin encontrar todas las piezas.
Le pesaba el alma, con el peso que se aprende a reconocer con cada año, con cada vida, con cada fracaso. No sabía decir cuantos kilos pesaba aquello, pero bien sabía que antes, cuando sonreía, aquello pesaba menos, pero que ahora el mundo entero se condensaba justo allí en medio del pecho.
Dijo en voz alta que tenía miedo. De la noche, del día, del mañana. Pero también de la memoria que implacable lo llevaba hacia el pasado y le recordaba sus errores, un recuento de desgracias que se había cansado de contar.
Habló, como no hacerlo, de amores pasados y perdidos, de las derrotas de cada pérdida, de los sabotajes que el mismo había cometido sin ser nunca consciente de ellos. Que ponía el papel higiénico del lado contrario, que a veces olvidaba levantar la tasa del baño, y que casi siempre se distraía a la hora de poner el suavizante en el lavado, asuntos todos ellos que habían resultado gravísimos y que ninguna mujer, por lo menos de las que le habían tocado en suerte, lograban tolerar.
Entonces lloró. Como las magdalenas, los saucos y los vasos con agua fría. Lloró como quien nunca había partido una cebolla. Y cada pérdida era una lágrima, y cada sollozo un recuerdo que le apretaba el corazón.
Y cuando las lágrimas se le acabaron tomó aire, se puso de pie y entró a su casa de nuevo cerrando, con doble llave, la puerta del frente. No fuera a ser que alguna de las palabras dichas aquella tarde fuera a meterse a su casa de nuevo.