Hace tiempo no compro libros. No porque no me guste leer, sino porque los libros se encuentran autocensurados. Se censuran solos, con su precio, como decía Eduardo Galeano. El último libro que adquirí fue un regalo de mi esposa: “Los Cuentos de Eva Luna” de Isabel Allende. Confieso que preferí “Eva Luna” a sus cuentos, pero que le vamos a hacer, es cuestión de gustos. Pero el hecho de no comprar libros no me impide asistir al ejercicio masoquista de ir a las librerías. En ellas, antros de perdiciones por la vía de la tentación, suelo mirar aquellos libros que quiero comprar y que termino leyendo porque otros me los prestan o porque, meses de ahorros después, logro vincular a mi biblioteca. Claro, también hay otros que quise leer y no leo porque nadie los consiguió o porque nunca los compré, o porque simplemente fueron parte de un deseo pasajero.
En la librería, hoy, me tientan “las pequeñas memorias” de Saramago, y “la quinta disciplina en la escuela” de Senge y otros, me tientan dos libros de Galeano y uno de “Comportamiento del consumidor” de Olson. Me tientan palabras de otros que conozco y muchos que desconozco. Me tienta el texto del último ganador del Nobel en literatura, de quien solo he leído su discurso de aceptación del premio. Me tientan cosas…
Pero, no solo es asunto de tentaciones, que también hay parte utilitarista en la visita. Me lleno de nombres. De nombres de libros, de palabras que inconexas nada dicen, de palabras que conexas dicen algo aunque no suene a nada y de otras que no dicen nada aunque suenen a todo. Me gusta cazar palabras para luego inventar nuevas combinaciones. Inventar, por ejemplo, una frase que hable de los nombres que vienen a mi boca y luego una más que hable de la muerte y su añoranza, o de la sonrisa de los que perdieron las palabras. Combinar palabras se vuelve un ejercicio creativo similar al que hago con el origami. Combino seres para crear otros nuevos, que inconexos dicen algo aunque no suene a nada, que conexos dicen cosas aunque no suenen a nada.
Hace días, de hecho, no creo nada sobre esa línea. Vamos a ver si logramos convencer al alma de que busque un par de seres que siendo dos quieran ser uno, como rigen los cánones de la mitología. Aunque, visto así, entiende uno porqué cuesta tanto encontrar a quien amar, encontrar un par de seres que, siendo dos, quieran ser uno.
Pareciera que también el amor es una criatura mitológica. Bendecidos resultan entonces quienes, como yo, aún hacemos mitología.