Hay mujeres que bailan cuando caminan. Las ves en las calle, caminando, recorridas en todo su cuerpo por una extraña mezcla entre descaro y pudor.
Se presentan así, tan evidentes, que cada parte de su cuerpo habla con sutiles confidencias.
Algunas bailan con su cadera. Paso a paso su cuerpo se mueve de un lado al otro, dibujando en el aire una ligera luna naciente a la que los hombres difícilmente niegan su aullido.
Otras bailan con sus hombros, adelante y atrás, una invitación y un rechazo, una propuesta y un desaire, un venir para luego irremediablemente emprender la marcha.
Hay otras que bailan con las manos. Esas suelen ser más tímidas. Sus dedos se mueven sobre el propio cuerpo, sabiendo de memoria los pasos de baile. Se toman a veces la propia ropa, como si de repente fueran a comenzar a bailar una cumbia. Quizás lo hagan en su cabeza.
Mis favoritas bailan con los senos. A veces es un sutil temblor que acompaña cada paso, a veces un movimiento amplio y descarado. No es un asunto del tamaño. Hay mujeres con senos como montañas y otras con senos que son llanura. Algunas duras como roca, y otras blandos como almohadas. No importa. Todas ellas bailan y con su danza causan un embrujo que obliga a suspirar para no morir de ahogo, de asfixia o de imaginación.
Hay mujeres que cuando las ves caminar antojan de bailar al corazón.