En otra vida, años atrás, leí que “el cuerpo es el mensaje”. Lo que en algún momento me pareció una frase curiosa, con múltiples lecturas, se convirtió algunos meses después en una verdad con un poder innegable. El cuerpo habla incluso antes que la voz lo haga. E incluso cuando lo hace al mismo tiempo que la voz, su lenguaje es tan profundo y contundente que no hay palabra que pueda contradecirlo. Pero leer el cuerpo siempre ha sido un asunto confuso. Leer, de hecho, no deja de serlo. Cada cual lee desde quien es y desde quien desea ser. Así, el mismo objeto a leer se comprende de forma diferente según el momento del lector. Y, sin embargo, el cuerpo sigue siendo el mensaje.
Nada ilustra mejor ese concepto que la danza. El cuerpo en movimiento, fluyendo. Los músculos tensados mientras las manos se acarician siguiendo cada paso de baile. Los pies se levantan del piso, sólo un par de segundos en los cuales el mundo se recorre más despacio. De nuevo el piso y su irremediable atracción. El vuelo se convierte en caída, la caída en un rebote. Y luego el silencio. El cuerpo quieto, estático. El silencio más profundo y más pesado. El silencio que lleva un mensaje que sólo el cuerpo con un profundo impulso puede decir. Una exhalación. De nuevo, las manos se acarician tocando el cuerpo, la pantorrilla, la rodilla, el muslo, luego el brazo. Las piernas abiertas y tendidas al vuelo mientras tímidamente un brazo recoge el seno que locamente ha de abrazar. Y luego viene el beso, acaso sin jamás llegar a tocarse… Que profunda es la danza. No en vano, Nietzsche dijo que "Según la forma de andar de cada cual, se puede ver si ha encontrado el camino. El hombre que se acerca a su objetivo ya no camina, baila"
Hace unos días recordé que el cuerpo es el mensaje. Y sus palabras aún no las he podido borrar de la memoria.