martes, febrero 27, 2018

Cotidianidad (XII)

En una de las paredes de la casa de mi infancia, mi madre había puesto un cuadro con el dibujo de una casa. No era una pintura exactamente, sino un cuadro hecho con arcilla y yeso y luego pintado de colores. Años después aprendí que aquello se llamaba un alto relieve, pero en mi infancia aquello era el dibujo de una casa campesina, con puertas y ventanas de color azul, paredes blancas o tal vez algún otro color claro. Aquella era la casita de las tristezas. Mi madre y yo le habíamos puesto ese nombre pues, cuando lloraba, ella me cargaba y me llevaba hasta allí y luego, con un movimiento preciso, hacia el ademán de sacar de mi pecho una tristeza y guardarla justo adentro de aquella casa. Había que ser rápidos al abrir la puerta, no fuera que alguna de ellas se lograra escapar.

En mi infancia mis tristezas eran muchas, y frecuentes, y triviales. Un programa de televisión que no podía ver, un juego que había perdido o roto en alguna aventura imaginaria, una nostalgia por no ver a mi padre que rara vez estaba en casa.

Con los años seguí guardando allí pesares. Algunos más grandes, otros más pequeños. Más de un amor roto terminó bajo aquellas puertas azules, más de un dolor que a nadie me atreví a contar.

Hace unos años, en un trasteo, aquella casa cayó al piso. Volaron por todas partes pedazos de puertas y ventanas. Yo sospecho también hayan escapado de golpe las tristezas. Tal vez, cansadas del encierro se escondieron tras la entrada, esperando agazapadas para saltar de a una en quien cruza la puerta distraído. O tal vez me saben aún su dueño, que no es lo mismo una tristeza encerrada que una que se despide para dejar ir lejos.

Ha de ser por eso que a veces, sin motivo, tan solo con cruzar la puerta me dan ganas de llorar.

lunes, febrero 26, 2018

¿Importa el ritmo al narrar?

Hace unos días alguien me preguntó sobre la importancia del ritmo en el mensaje. Recordé que hace años habia leído un texto que lleno de poesía hablaba sobre el tema. Busqué, y rebusqué, sin éxito, así que para no quedarme sin que decir me decidí a escribir uno como respuesta. Aquí va. Por cierto, mejor si lo lee en voz alta:

¿Importa el ritmo al narrar? La respuesta obvia es si. Yo afirmo que es esencial. Lo puedo demostrar con esto. Es un texto con truco. Cada frase tiene cinco palabras. Eso genera una estructura extraña. Cinco palabras pueden decir mucho. Pero se vuelven muy aburridas. Es un texto muy cansado. Se vuelve monótono y lento. Se vuelve casi una letanía. Esos textos agotan al oído. ¿Y si cambiamos? Pasé de cinco a tres. Y eso rompió la cadencia. Otra vez. Un ligero cambio de cantidad. Frases cortas. Silencios.  De repente puedes poner una frase con más palabras. Incluso puedes darte el lujo de poner frases tan largas que cueste leerlas sin tomar antes una bocanada de aire fresco. Respira. Éso se llama ritmo. Ese es el juego de las palabras. Entender que algunos párrafos requieren textos largos que enriquezcan y otros en cambio requieren frases cortas. Silencios. Cambios de velocidad. ¿Notó que no hay nada más que puntos e interrogaciones? Tampoco había en el palabras largas de esas de seis sílabas o siete hasta que aparecieron justo atrás las interrogaciones. Ellas también permiten cambiar el ritmo. ¿Entendido? Eso es todo. Manejar el tiempo. Parar. Seguir. Parar. Ahora recuerde. Este texto comenzó con sólo cinco palabras. ¿No le gustó más cuando pudo con el jugar?

sábado, febrero 10, 2018

Cotidianidades (XI)

Salgo de trabajar y camino, distraído. Busco en la pantalla de mi celular aquellos mensajes que llegaron en el último par de horas.
Aquella pantalla evidencia silencios que no siempre quisiera escuchar. Pasan unos segundos y al fin levanto los ojos y descubro una mujer que camina unos metros delante de mi. No veo su rostro, pero puedo imaginarlo. En su figura amplia abundan carnes que dan forma a su cuerpo de fruta, de pera dulce, de Venus de piedra de otros tiempos.

Basta un segundo y entonces lo noto. Aquellas nalgas, redondas y excesivas bailan al compás de sus pasos, arriba abajo, arriba abajo, arriba abajo una vez más. Cada paso de sus piernas es una invitación que ellas aceptan, seguras y contentas. Arriba abajo, arriba abajo, arriba abajo una vez más.

Camino un par de cuadras embriagado de aquel movimiento. No quiero adelantarla y mucho menos ver su rostro. Aquellas nalgas se sonríen, estoy seguro. Llegamos al metro y su cuerpo, ese de fruta dulce, se pierde en la multitud.

Desde lejos me sonrío.

Con suerte quizá sepa el descaro de belleza que regala en su pasear.