Mi abuela me contaba que, cuando era niña, le dieron un cerdito. Por esos días era normal que, cuando cumplían 10 años, los niños del pueblo recibieran algún animal como promesa de futuro. El animal que te tocaba dependía de la posición económica de tus padres, pero también de sus sueños. Había cierta jerarquía, cierta esperanza de padres que muchos niños no entendían, aunque la vida les enseñaría a comprender.
Si tenías una vaca tendrías leche, y si conseguías una buena monta, podrías obtener terneros y, quién sabe, entre vacas y terneros alcanzarías alguna modesta fortuna. Si tenías un caballo te prometían trabajo fijo. Irías de aquí para allá, podrías recorrer haciendas y tierras, o tal vez tener una carreta. Como fuera, aprenderías que el trabajo hace al hombre y, con el trabajo, te volverías hacendado, dueño de tierras y ganados. O tal vez tendrías una mula, de buen paso y buena espalda, de esas capaces de llevar a lomos la vida entera. Podrías dedicarte a la arriería y recorrer el pueblo y la montaña, sacar grano y cosecha. En el peor caso sacarías arena y en el mejor sacarías oro, y al fin podrías envejecer tranquilo, entre plátanos y café.
Si la economía no daba para más, te tocaría una gallina. Las gallinas no prometen mucho, pero dan huevos, y donde hay huevo no entra el hambre, así que había esperanza, porque con la barriga llena puedes pensar en pollitos, y los pollitos serán gallinas o incluso gallos. Un buen gallo sirve para las peleas y hay quienes con eso ganan con qué vivir; una gallina que da otra y otra más, puede ser el comienzo de un gallinero, rentable con el paso del tiempo. Gallina, gallo o pollito, lo importante es que no habrá hambre.
A mi abuela le dieron un cerdito, pero ella no supo entender la promesa y pensó que le habían regalado compañía. Al recibirlo, recién suelto de la teta de la marrana, le pareció tan sucio que se puso manos a la obra y lo metió directo al baño. Tomaba el jabón que usaban para sus hermanos pequeños y lo estregaba todos los días. Le puso un lazo rosado sacado de un vestido dominguero viejo y el chanchito comenzó a seguirla, feliz, como dicen de los marranos que estrenan lazo. Iba detrás de mi abuela, mi abuela niña, al cuarto de la costura y mientras ella tejía, bordaba y cosía, se pasaba tumbado entre sus piernas haciendo sonidos de puerquito.
Pasaron las semanas y mi abuela y el cerdito se fueron haciendo cada día más unidos. De noche, la abuela lo metía a su cama, y entre ronquidos de animal conciliaba el sueño. En la mañana le daba sus sobras de desayuno bajo la mesa y aquel puerquito comía sin chistar.
Un día mi abuela le hizo una falda al marrano y, como lo vio tan lindo, cogió polvos de achiote y un pincel y se puso a pintar mejillas en su chancho. También pintó sus orejas, como un detalle para diferenciarlo de todos los demás marranos del mundo. Como toque final, un chorrito del perfume francés de su madre, ese reservado para las ocasiones especiales. Cuando estuvo debidamente arreglado, la abuela salió con él a darle vuelta a la plaza. Entonces llegaron las burlas. Primero de otros niños, pensando que era un marrano trabajando como payaso, y luego de los adultos al ver al único marrano vestido de mujer del pueblo, con lazo, falda rosada y maquillaje. Dice mi abuela que lloró esa tarde, por la burla, pero también por el grito de sus padres al entender a donde se había ido el jabón de bebé, la lana, el perfume y los polvos de maquillaje de la madre.
El domingo en casa de mi abuela que todavía era niña, la obligaron a preparar embutidos. Dice que seguramente quedaron salados. Está convencida de que quienes comieron también lloraron como lo hizo ella. Dice que todavía, a veces, extraña a su marrano.
Yo la escucho y pienso que ella, mi abuela vieja, en el fondo
sigue siendo niña.