En una de las paredes de la casa de mi infancia, mi madre había puesto un cuadro con el dibujo de una casa. No era una pintura exactamente, sino un cuadro hecho con arcilla y yeso y luego pintado de colores. Años después aprendí que aquello se llamaba un alto relieve, pero en mi infancia aquello era el dibujo de una casa campesina, con puertas y ventanas de color azul, paredes blancas o tal vez algún otro color claro. Aquella era la casita de las tristezas. Mi madre y yo le habíamos puesto ese nombre pues, cuando lloraba, ella me cargaba y me llevaba hasta allí y luego, con un movimiento preciso, hacia el ademán de sacar de mi pecho una tristeza y guardarla justo adentro de aquella casa. Había que ser rápidos al abrir la puerta, no fuera que alguna de ellas se lograra escapar.
En mi infancia mis tristezas eran muchas, y frecuentes, y triviales. Un programa de televisión que no podía ver, un juego que había perdido o roto en alguna aventura imaginaria, una nostalgia por no ver a mi padre que rara vez estaba en casa.
Con los años seguí guardando allí pesares. Algunos más grandes, otros más pequeños. Más de un amor roto terminó bajo aquellas puertas azules, más de un dolor que a nadie me atreví a contar.
Hace unos años, en un trasteo, aquella casa cayó al piso. Volaron por todas partes pedazos de puertas y ventanas. Yo sospecho también hayan escapado de golpe las tristezas. Tal vez, cansadas del encierro se escondieron tras la entrada, esperando agazapadas para saltar de a una en quien cruza la puerta distraído. O tal vez me saben aún su dueño, que no es lo mismo una tristeza encerrada que una que se despide para dejar ir lejos.
Ha de ser por eso que a veces, sin motivo, tan solo con cruzar la puerta me dan ganas de llorar.