Esta entrada se publicó originalmente aquí,
acompañando un modelo de origami.
Se publica de nuevo, ahora sin imágenes y con algunas
correcciones de estilo,
para comodidad de quienes sólo buscan
las palabras de este blog.
Cuando alguien preguntaba por su empleo, Ismael improvisaba una respuesta. Decía que su oficio no era mayor cosa, que el simplemente se dedicaba a llevar un poco de luz en medio de la oscuridad. Otras veces, que era un simple profesor que trataba de señalar el camino a quienes se perdían en las tinieblas. Una vez quiso decir que era sacerdote, y que marcaba el rumbo a las almas que estaban perdidas. El problema es que aquellas respuestas nunca fueron más que frases encerradas en su boca, pues nadie jamás le preguntaba nada.
Ismael vivía en soledad. Medio mundo había recorrido, hasta terminar en un pueblo perdido en lejanos mares de cuyo nombre ni él estaba seguro. Ismael operaba el faro que indicaba a los barcos el camino al puerto. Era un empleado del gobierno, es cierto, pero ya ninguno de sus integrantes se acordaba de él, y mucho menos de su faro. Nunca llegó a su playa una bombilla de repuesto, o el par de galones de pintura que quería para cambiar el color del techo. Las tejas, a veces, dejaban adentro más viento que el que había afuera, y parecía que el único lugar medianamente acogedor era, precisamente, el de la luz que marcaba el camino. Una vez, la veleta que señalaba el rumbo del viento vino a desprenderse y caer justo a un par de metros de aquella luz. Ismael, dentro de todo, lo tomó a bien. Dijo que el gallo de la veleta quería un poco de calor y por eso hasta su nido había querido poner en aquel farol.
El suyo era un trabajo solitario. No tenía más compañía que el gallo de la veleta, y los lejanos barcos que pasaban. Una vez al mes, un barco llevaba provisiones, ropa, y uno que otro libro que Ismael atesoraba y racionaba hasta el mes siguiente. De día Ismael dormía. Debía recuperar el sueño que su noche de vigía le imponía. Más sabía de murciélagos que de aves, de soledades que de compañías, de oscuridades que de claridad. Pasaba las noches mirando hacia la inmensidad del océano, buscando una mancha oscura en medio de otra oscuridad. Miraba ola tras ola, esperando que algún leve movimiento delatara un barco que no sabía hacia donde ir. Miraba en medio de la nada por si alguna luz señalaba acaso una pobre alma que no supiera cual sería su destino.
Una noche conoció a Clara. Quizás conocer sea mucho decir. Ella se detuvo a mirarlo en medio del agua y le sonrió. El no quiso señalarla con la luz del faro, no fuera que acaso lastimara sus ojos. Ismael no necesitaba luz para lograr distinguirla. Veía en la noche oscura a aquella mujer que desde el agua le sonreía, y por una vez sintió que dejaba de lado la soledad.
A Clara le gustaban los hombres cuyo oficio parecía sacado de antiguos libros. Así que no fue una elección difícil enamorarse de Ismael. No había nacido princesa, ni cortesana. Ninguna sangre noble corría por su cuerpo, aunque de nobleza ella sabía. Era una mujer común, de sonrisa hermosa y cabello largo, con voz de contralto (o al menos eso parecía) y ojos que aún desde lejos se veían oscuros. Un poco joven, tal vez, pero se notaba en su rostro que compensaba la falta de años con experiencia. A Clara tampoco nunca le preguntaban de donde venía o a que se dedicaba. Aunque lo suyo no era tanto un asunto de soledad, sino más bien de abundancia de conocimiento. Todos sabían quien era, todos la conocían desde pequeña. Y, por lo mismo, Clara tenía siempre con quien conversar, siempre alguien a quien hablar.
Lo suyo era un amor de lejos. Clara visitaba a Ismael cada noche, y con ella algunas aves volaban en medio del silencio. Jamás había subido hasta lo alto del faro, ni siquiera había entrado hasta la habitación baja de Ismael. Simplemente se acercaba, poco a poco, metro a metro y noche a noche. Para Ismael aquello bastaba, y hasta el alba se veían. Poco importaba el clima, que los últimos días empeoraba. Lo único importante para Ismael era esperar la llegada de su Clara.
Ismael pasaba los días en vela, y las noches con la mirada en los ojos de Clara. El viento pasaba, rápido y constante arrastrando en su vuelo otrora lejanas nubes. Las gaviotas volaban poco, sin alejarse nunca de la playa, pero nada de aquello veía Ismael. Hasta el pobre gallo de veleta empezó a quedarse relegado. Nada más que a su Clara necesitaba. Pasadas tres semanas Clara llegó, con la lluvia, a la playa. Fuera del agua, en los bajos del faro, lo esperó. Ismael bajó hasta la puerta, y la encontró. No se dijeron nada, no intercambiaron una sola palabra. Simplemente se miraron. Sus ojos, oscuros. Negros como el océano en medio de una noche sin luna, como la tormenta que empezaba. Un viento huracanado comenzó a levantar las olas. El sonido de su romper contra los muros que a duras penas custodiaban aquel faro venido a menos. Las gotas de lluvia rebotando una a una en el tejado mal formado, y la noche cerrada sólo atravesada por rayos que iluminaban su negrura. A lo lejos casi imperceptible, una llamada de auxilio. En el radio del faro un barco pedía luz que evitara golpeara contra la costa. En medio de las olas los marinos se sentían a la deriva, aferrados a aquella luz que como cuerda invisible era su última esperanza. Ismael nunca vio aquel navío, pues estaba perdido en la inmensidad de los ojos de clara.
Entonces vino la tragedia. Aquel gallo solitario de repente se vio a si mismo transformado de veleta a pararrayos, y en medio de la tormenta, un relámpago se sintió irremediablemente atraído por su encuentro. Aquella lámpara que servía de farol de repente reventó, dejando el mar en oscuridad. Ningún ave se atrevía a cantar, y en cambio gritos de muerte comenzaron a romper la noche, compitiendo con la tormenta. Ismael lloró. Bien sabía el destino que a aquellos marinos esperaba. Y Clara lo vio llorar. Subió una a una las escaleras, hasta llegar a lo alto del faro. Tomando los trozos de vidrio de aquella lámpara rota decidió abrirse el pecho en dos. Entonces todo se hizo blanco. De su pecho de sirena una luz tan intensa como el día mismo cruzó la noche. El faro señalaba el camino de nuevo. Los sonidos de muerte del navío fueron cambiando a gritos de júbilo que anunciaban que lograrían vencer aquel mal que esa noche los traicionaba. Y del júbilo se pasó a la alegría, y de la alegría a las promesas de que aquel hombre que manejaba el faro sería recordado y premiado por su heroísmo.
Ismael nunca supo de premios, ni de heroísmos. No salió a recibir las provisiones que traía el barco una vez al mes. Ni contestó al radio que decía que el presidente quería premiarlo. Ismael nunca salió de aquella torre. Se quedó, día y noche, esperando que aquella clara luz volviera a ser la sirena que el amaba.
Nunca más las aves volvieron allí a volar.
Nunca más las aves volvieron allí a volar.