El padre de mi bisabuelo contaba que cuando era niño los árboles no estaban amarrados a la tierra. Caminaban por las calles tomados de las ramas, usando las raíces como piernas, opacando un poco el cielo en su caminar.
Las personas por esos tiempos no se asustaban. Se quitaban el sombrero para saludar, y el árbol suavemente se inclinaba. Cuando estaban de buen humor llegaban incluso a regalar sus frutos a los niños que bajo ellos transitaban.
Tenían, eso sí, problemas al pasar los ríos. Con la corriente a veces raíces y ramas se enredaban así que preferían, en lo posible, evitar cruzar los cauces que se ponían en su camino. No dejaba aquello de ser nostálgico, pues bien sabido es que los árboles aman beber el agua dulce que acaba de nacer.
Cuenta mi padre que mi bisabuelo lloraba cuando le contaba aquella historia. Dice que hubo un año en el que la primavera se fue de viaje más tiempo del que nunca antes se había ido. Entonces llegó el frío y los árboles se entumecieron, sus troncos se volvieron duros y sus raíces dejaron de moverse. Decía que sin primavera no queda más que la soledad, y ni árboles ni personas nacimos para estar solos. Las musas no son estaciones ausentes, decía.
El padre de mi bisabuelo, y luego su hijo y el hijo de su hijo fueron toda su vida barqueros. A veces, en las mañanas, tomaban su piragua y dentro de ella ponían árboles que no tenían que beber. Con ellos iban en busca de la primavera que tardaba en regresar.
Y si acaso la encontraban, al día siguiente el pueblo habría de encontrar un camino de flores amarillas, que los árboles habrían dejado cuando regresarán a sus sitios tras una noche con un nuevo caminar.