La pregunta “qué libro hay en tu mesa de noche" siempre me ha parecido más poética, provocadora e imprecisa que aquella que cuestiona por cuál es el último libro que se está leyendo.
Quizás la belleza de aquella pregunta radique precisamente en su imprecisión.
En una mesa de noche pueden habitar, por ejemplo, libros de aquellos que no son para leer sino para contemplar. Son aquellos los libros que funcionan como paisajes, escenografías deseadas para sueños que llegarán más tarde aquella noche, pero de los cuales con frecuencia no habrá recuerdo al despertar.
En otras mesas pasan en vela los libros preferidos, aquellos que se han leído una y cien veces y que cada vez dicen algo diferente, como una suerte de magia que hace que sea el libro quien lea a la persona y por eso, justo por eso, modificara sus ideas, sus frases y memorias.
Hay estudiantes, recuerdo algunos, que en su mesa tenían algún libro de texto. Soñaban vanamente y sin nunca confesarlo que de alguna forma lo que decía en esos libros pasara de noche a sus cabezas. Sobra decir que aquello nunca llega a funcionar, lo sé por experiencia propia.
Conozco algunas mesas más que son habitadas por libros que son una provocación para noches en las que no se conciliaran sueños, peleas o lecturas. Algunos ilustrados, como una suerte de kamasutra moderno, y otros en los cuales el erotismo se encuentra entre las curvas de algunas letras y las piernas abiertas de otras más.
O tal vez en aquella mesa haya un libro de cuentos para el bien dormir. Cuentos cortos, de aquellos que cuentan con las palabras justas y en la medida exacta.
Hay otros que guardan en su mesa aquello que su fe dicta como palabra santa. Lo guardan como una suerte de talismán contra males y desgracias, aunque muchas veces no lo lean y casi nunca lo practiquen.
Y hay mesas, esas son las peores, que hasta hace unas noches cojeaban y que ahora bajo alguna de sus patas, un libro ha vuelto a regalarles equilibrio. Esas mesas son para los libros una afrenta imborrable, pues de hecho guardarán sobre su lomo la cicatriz del peso de una mesa en la que nunca se leyó.
¿Qué libro hay, me pregunto, en tu mesa de noche?