A mi padre, amante de Leonardo y a quien debo el nombre de Felipe.
(y quien, por cierto, nunca ha leido este blog)
A veces me atacan así, a galope, cuestionamientos que para la mayoría resultan tontos. Me cuestiona, por ejemplo la edad de las estrellas, el destino de las mariposas cuando mueren, o a qué sonaría el canto de una jirafa. Me cuestiona por qué pliego, tantas veces el mismo tema en los modelos, si en tan frecuentes ocasiones quedo contento con “la primera versión” que saco de una figura.
Este es uno de esos casos. He plegado ya varios caballos, buscando uno que diga lo que quiero decir. Y la tarea no ha sido simple pues no soy un diseñador de animales en origami. En mi defensa, he de decir que la mayoría de veces no han sido “caballos” a secas, sino pegasos, unicornios, jinetes, o incluso caballos que nacen de las olas.
Al hablar de animales, se piensa en Román, en Yoshizawa, en Gabriel Álvarez, en Albertino... no en Naranjo, y puede deberse a eso que rara vez encuentre el animal que pide el alma. También puede deberse a que, simplemente, me gustan los caballos. O también, ahora que lo pienso, a que mi segundo nombre es Felipe.
En últimas, pocos animales presentan tanto atractivo como los caballos. Nobles (así los vemos), poderosos (que así lo son), pero sobretodo amigos. No es en vano que Gulliver los prefiera sobre los hombres en uno de esos viajes que la versión que leímos de niños no nos contó a la mayoría.
Ya he hecho varias veces la lista de algunos caballos famosos (Brill, Miyajima, Komatsu, Diaz, Wu, Voyer (diagramas), Saadya, Weiss y Lang). Solo resta esperar a que este que hoy presento pueda entrar, también, a formar parte del panteón equino.
Y ojalá lo haga así, a galope