Lo que más me gusta de las convenciones es ponerle rostros y voces a las palabras. Es una cosa maravillosa. A veces, uno llega a conocer a las personas sin siquiera haber llegado a escuchar su nombre. Es el poder de las palabras y de la imagen, del leer y del observar.
La semana pasada he participado en el evento de origami en Bogotá, y sin duda, lo más placentero que viví en el evento fue precisamente esa oportunidad de tejer rostros con actitudes, palabras con intenciones, modelos con palabras. Conocer la dulzura de Noelia, o la permanente actitud de Beita, hablar directamente con Carolina y tener en mis manos (o más bien en la punta de mi dedo) uno de sus impresionantes modelos. Ponerle voz a Eric Madrigal, y rostro a Nicolás Gajardo, darle cuerpo a Lus y a los origamistas de Brasil.
Pero al mismo tiempo, las convenciones son un asunto triste. Nunca el tiempo es suficiente para hablar con todos aquellos con los que quisieras hablar, para plegar todo aquello que quisieras plegar. Tanta gente a la que sólo ves de paso, sin tiempo para hablar, para tocar, para plegar.
Ha de ser que las convenciones de origami son un poco como la vida: Lo mejor que tiene es la oportunidad de tejer con quienes conoces profundas relaciones, y lo más triste es que rara vez podrás profundizar tanto como quisieras con aquellos que pasan a tu lado.
Tanta gente junta, y al mismo tiempo tanta soledad.