miércoles, noviembre 11, 2015

Caballitos de mar

Esta entrada se publicó originalmente aquí
acompañando un modelo de origami.  
Se publica de nuevo, ahora sin imágenes y con algunas 
correcciones de estilo, 
para comodidad de quienes sólo buscan 
las palabras de este blog.



Decía mi abuelo que antes existían tiempos más simples. Eran tiempos en los que cada cual hacía lo que a bien quería hacer. Había quien subía al cielo cada noche y pegaba en el estrellas; trabajo de nunca acabar sobra decir pues justo al culminar la jornada alguno más llegaba pintando el cielo entero de color azul. Otros se dedicaban a colorear las hojas de los árboles, según la estación que otros más quisieran en los prados dibujar.

En esos tiempos, según cuenta, el mar era una mujer inmensa y dulce. Bastaba estar a su lado para que el vaivén bajo su cintura vientos de huracanes atrajera. Llamados por la tormenta, los marinos se perdían a si mismos. Era lógico;  tanta agua tenía aquel mar que ahogaba los pesares, dejando sólo recuerdos de humedad.

Aquella mujer solo una vez se había enamorado. Fue, según cuenta, de un hombre pequeño y dulce que siete días tardaba en recorrerla y 78 noches empleaba en amarla. Ningún empleo tenía aquel hombre, más que el de sacarle cada noche brillo al rostro de la luna. A pesar de su pobreza, de él se enamoró aquella mujer cuando para conquistarla le regaló siete caballos libres a quienes apenas enseñaba a galopar

Entonces dios se cansó de tanto desorden, y se tomó unos días para separar los cielos de la tierra, la luz de la oscuridad y todo aquello que los domingos en misa suelen contar. Lo que no cuentan es que aquel hombre se quedó atrapado en la luna sin poder de nuevo bajar.

Hasta su regreso ella ha cambiado lo dulce por lo amargo y aquel movimiento se ha convertido ahora en un simple mecer que en las olas se reconoce. Y sin embargo, aún a veces se sonríe, cuando en medio de la luna llena el galope de los caballos recorren sus piernas acariciándola de abajo a arriba, revolcándole con su paso los recuerdos del amar.

miércoles, noviembre 04, 2015

El elefante

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¡Has tu truco! le decían. Y Lentamente subía a lo alto de una esfera que parecía iba a estallar con su peso.

¡Otro más!, gritaban, y bajaba de la esfera y levantaba sus patas mientras el público estallaba en gritos de admiración.

¡Has otro!, y entonces levantaba una pata más, quedando en un equilibrio que poco tenía que ver con su tamaño. 

Decían que era un gran acróbata, un talento innato como saltimbanco. Algunos lo confundían con un contorsionista. Pero en realidad, bien sabía que no era más que un simple payaso, obligado a hacer reír a quienes el circo visitaban. Su mejor truco, su único truco real, era evitar que cada noche lo vieran llorar. Descubrió qué era en realidad cuando una noche la esfera que cargaba su peso reventó y el cayó tonelada a tonelada sobre un piso que no quiso amortiguar el golpe mientras carcajada a carcajada el público reía. Un payaso. Nada más.

A veces, se consolaba pensando que su vida no era tan mala. Un viejo orangután le decía que el sabia de zoológicos y que eso si era una vida triste, todo el día recorriendo la misma jaula. Le decía que los elefantes en esas jaulas simplemente se balanceaban, añorando vidas que no tuvieron. 

Había recorrido el mundo, o algo así. No era mucho el mundo que se recorre cuando desde un contenedor sólo puede verse hacia afuera, estirando un poco la trompa. A su madre le habían tocado otros tiempos, en los que ella misma vagaba por las calles, con un aviso que colgaba sobre ella. Pero ya las ciudades no daban permiso a los elefantes de caminar por media calle, que siempre complicaban el tráfico y obligaban a pagar horas extras a los encargados de limpiar. Su vida se pasaba del contenedor a la carpa, y de la carpa al contenedor. Pensaba a veces que los suyos eran barrotes de color, pero a fin de cuentas barrotes.

Sobra decir que recordaba. Cada año de su vida, cada momento, cada risa.  A veces hubiera querido olvidar, dejar aquella memoria prodigiosa, y vivir un día a la vez. Pero no podía luchar contra su naturaleza de elefante.

Una noche, en las afueras de una ciudad pobre, de la cual nunca supo su nombre, descubrió que la puerta del contenedor no estaba bien cerrada. Un nuevo ayudante del circo había olvidado poner el candado que evitaba la puerta se moviera. Así escapó. Corrió toda la noche y todo un día, ebrio de libertad, aquel payaso triste que no sabía que esperar. Despertó en un bosque hondo, oscuro, rodeado de una enorme soledad. Aprendió a sacar raíces, a encontrar algo que comer. Nunca supo si lo buscaron o no. A fin de cuentas era un elefante viejo, que probablemente no valdría la pena recuperar. 

Hizo nuevos amigos en los animales del bosque, o al menos eso quiso pensar. Todos ellos se impresionaban por su tamaño, por esa trompa larga y sobretodo por esa fuerza que permitía arrancar un árbol de raíz. 

En las noches se reúnen a su lado, y lo escuchan contar sus historias del circo. Nunca falta un animal que sorprendido le diga: ¡Has tu truco! y entonces hace equilibrio en una sola pata, y sin que nadie se de cuenta comienza de nuevo a llorar. 

lunes, noviembre 02, 2015

Colibrí de pico corto


En Colombia existen más de 150 especies de colibríes, lo que equivale a cerca del 50% de las especies en el mundo. Por estos días pareciera que en mi alma ocurre lo mismo. 

En mis pliegues, el colibrí es normalmente un ave asociada a la esperanza. Ligera, leve, fugaz. Esperanza al fin de cuentas. 


Este modelo en particular es una modificación de las gaviotas que hice hace cerca de una década y que se publicaron en el libro Papel, Piel y Palabra. Como ellas, también tiene la posibilidad de ser construida en dos sentidos, de manera que si se hace con un papel bicolor permita obtener dos versiones, ambas mostrando los colores empleados.

Invitados todos los plegadores a buscarlos a partir de los diagramas del libro que, por cierto, pueden descargar gratuitamente.


miércoles, octubre 28, 2015

La luna y el toro

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Sí algo nunca ha de faltar a la luna son enamorados.

Cuando está llena, lobos y coyotes aullan su nombre al cielo. Mariposas nocturnas tratan de alcanzar su tenue luz, como sí la vida dependiera de ello. Incluso enamorados hombres cantan al astro celeste, mientras sueñan que la regalan a mujeres sin duda alguna terrestres.

Pero la luna, serena y dulce luna, a ninguno de aquellos ama. Sueña desde el cielo con aquel toro bravio que pasa días y noches en soledad.

Seguramente la luna a de ser mujer, pues no confiesa su amor al macho toro. Silenciosa, va dejando aquella redondez y poco a poco dibuja sobre ella un sutil llamado que tarda el toro en comprender. Aquella sonrisa de luna no es más que el dibujo que hace la luna con su llamado.

La ama el toro cuando está menguante, y la ama también cuando está creciente. Pero cuando es luna nueva y desaparecida está en el cielo, se enloquece el toro, y brama desesperado. Tanto la anhela, tanto la espera, que de su espalda salen alas y trepa al cielo en su búsqueda.

Y en aquella noche oscura luna y toro se aman en secreto. Nadie los ve, pues sin luz de luna no distinguen nada los ojos indiscretos.

lunes, octubre 26, 2015

ícaro



Mi primer intento en la escultura en otros medios diferentes a los pliegues. 

Ícaro, modelo que muchas veces he plegado, de nuevo pierde su vuelo de papel (esta vez papel maché).

miércoles, octubre 21, 2015

La Piragua

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El padre de mi bisabuelo contaba que cuando era niño los árboles no estaban amarrados a la tierra. Caminaban por las calles tomados de las ramas, usando las raíces como piernas, opacando un poco el cielo en su caminar.
Las personas por esos tiempos no se asustaban. Se quitaban el sombrero para saludar, y el árbol suavemente se inclinaba. Cuando estaban de buen humor llegaban incluso a regalar sus frutos a los niños que bajo ellos transitaban.

Tenían, eso sí, problemas al pasar los ríos. Con la corriente a veces raíces y ramas se enredaban así que preferían, en lo posible, evitar cruzar los cauces que se ponían en su camino. No dejaba aquello de ser nostálgico, pues bien sabido es que los árboles aman beber el agua dulce que acaba de nacer.

Decía que para los árboles caminantes, la primavera era su musa, era su amada. Aún viejo recordaba cuando era niño ver árboles enamorados, que con sus hojas parecían cantar. Eran aquellos los que más disfrutaba ver, pues el amor se les notaba hasta en el tronco y en el olor dulce que dejaban salir cuando la felicidad los hacía florecer. Había entonces árboles artistas cuyo movimiento más que danza parecía poesía, y otros cuyas hojas  parecían cantar de caricias y palabras de amor.

Cuenta mi padre que mi bisabuelo lloraba cuando le contaba aquella historia. Dice que hubo un año en el que la primavera se fue de viaje más tiempo del que nunca antes se había ido. Entonces llegó el frío y los árboles se entumecieron, sus troncos se volvieron duros y sus raíces dejaron de moverse. Decía que sin primavera no queda más que la soledad, y ni árboles ni personas nacimos para estar solos. Las musas no son estaciones ausentes, decía.

El padre de mi bisabuelo, y luego su hijo y el hijo de su hijo fueron toda su vida barqueros. A veces, en las mañanas, tomaban su piragua y dentro de ella ponían árboles que no tenían que beber. Con ellos iban en busca de la primavera que tardaba en regresar.

Y si acaso la encontraban, al día siguiente el pueblo habría de encontrar un camino de flores amarillas, que los árboles habrían dejado cuando regresarán a sus sitios tras una noche con un nuevo caminar.

lunes, octubre 19, 2015

Colibrí

Hoy a muerto un colibrí.
¿Existirá una escena más triste?
Un colibrí tendido en el asfalto.

La lógica dicta 
que todos los días muera alguno, 
pero hasta hoy 
nunca había visto 
aquel ligero fragmento de vuelo 
mortalmente interrumpido.

Dicen que sus alas dibujan 
continuamente 
el infinito

Quizás eso pasó. 
Se cansó de volar eternamente, 
dejándolo roto en mil pedazos

Tal vez fue el corazón, 
que no aguantó 
una eternidad de feliz vuelo.

Puede ser que se le fue el alma
que sabia que aquel suspiro de felicidad 
no podía ser eterno.

El cuerpo de un colibrí 
permanece en el suelo
¿Existe acaso algo más triste?