A veces pareciera ser la idealización de quién crea la obra, una muestra de sus cualidades o incluso de sus defectos, de aquello que lo hace sujeto de ser representado. A veces es la búsqueda de aquello latente en lo profundo. A la manera del retrato de Dorian Gray, aquella imagen guarda quienes somos (o fuimos alguna vez).
Cuando esto se consigue en un retrato no deja de ser una enorme proeza. Pero cuando se consigue en un autoretrato es, además, una confesión. Una confesión de cómo se imagina el autor a sí mismo, una confesión de lo que cree que su alma dice.
En realidad eso es parte de la magia de los artistas. Lograr plasmar parte de quienes son, parte de su alma en aquello que realizan, y claramente esto se consigue no sólo en sus retratos sino en toda su obra. Pero leer dicha confesión no es un asunto fácil. Cada cual lee desde su contexto y su pretexto. Y ese contexto rara vez es el mismo que el vivido por el autor de la obra.
Quizás por eso es que estas soledades vienen siempre con palabras. Intentan que aquello que muestran las imágenes tenga un contexto que les permita ser leídas.
Es un intento, debo decirlo: inocente. Incluso es contraproducente. Una buena obra tiene el enorme poder de ser leída en múltiples contextos y en cada uno de ellos otorgar un nuevo significado a la obra. Tratar de coartar eso es de hecho mutilar la posibilidad de que el ojo de quien mira invente una historia propia.
Así que esta vez no he de contar que motiva este modelo, sino más bien he de dejar que cada uno cuente una historia sobre lo que en él lee. Para todos aquellos que quieran leer y jugar con las palabras, aquí dejo mi retrato