Con el perdón de ustedes voy a hacer una confesión:
Mi esposa, toda su vida, ha odiado los perros. Odio es quizás una palabra demasiado fuerte, es cierto, pero por lo menos es claro que nunca le han gustado. No me malentiendan, que no es de aquellas personas que envenena perros, ni de aquellas que le lanzan piedras cuando con el dolor del hambre rompen las bolsas de la basura en el jardín, ni de aquellas otras que los amarra en bolsas y luego los lanza a ríos o los deja en media carretera. En resumen no es una mala mujer, pero de allí a sentir por ellos algún aprecio hay una distancia considerable.
Yo la quiero así, y ello lo sabe, pues a fin de cuentas cada cuál tiene el derecho de tener sus aversiones. Si, esa es la palabra que buscaba, aversiones. Siente una profunda aversión por aquel olor de perro que poco a poco lo va llenando todo, por esa nube de pelos que empieza a simular una bola de estambre recorriendo desiertos en las películas del oeste, por aquellos ojos que miran pidiendo comida con tal profundidad que logran a veces derretir las piedras, por aquella blanca saliva que día a día ensucia la ropa cuando se acercan a saludar. Tengo también un hijo, Emilio, de apenas 21 meses. Quienes lo conocen dan fe de que su lenguaje es sorprendente considerando aquella edad. El tampoco gusta de los perros. Secretamente conservo la esperanza de que algún día aprenda a amarlos. No es su culpa, que mi pequeño no ha tenido nunca un contacto lo suficientemente estrecho con un perro como para aprender de aquellos. Y no es su culpa, además, sino de la madre que tampoco gusta de ellos, aunque eso tampoco debe ser culpa de ella sino más bien de su padre, lo que sin duda haría sentir orgulloso al mismo Freud.
Hace unas semanas, 4 para ser exacto, escuché hablar a mi esposa con la vecina. Le contaba que Emilio y ella habían compartido una tajada de pan con un perro que llevaba perdido en el vecindario desde hacía 8 días. Yo no lo creí, y no culpo a nadie si no lo cree. Pero al día siguiente aquel canino cruzó frente a la puerta y se detuvo. Sus ojos no derriten piedras. Rojos e irritados más bien parecía que se consumían a si mismos, pero su mirada, ojos de por medio, resultaba triste. No era un perro feo, es cierto, pero la vida de calle tampoco le había convenido. Su pelaje sucio, sus patas anudadas de tantos cadillos y sus orejas gachas no le daban mucho porte. Se notaba, eso sí, que en su cuerpo algo de raza había. Yo no sé de perros, pero si sé de aquellos ojos que miraban pidiendo algo.
A mi el alma de los perros me sorprende. Aquella perrita (que resultó perra en vez de perro), por cosas que desconozco, decidió acercarse a nosotros. Yo no sé por qué, pero decidió que debía proteger a Emilio. Sentada en la puerta del jardín, esperaba a que saliéramos. Y si por algún motivo debíamos caminar dejando a Emilio atrás ella se cruzaba en su camino, evitando que saliera hacia la calle. A la casa jamás entró, bastó con que se le dijera una vez que se quedara afuera para que ella simplemente esperara tras la puerta. Es un perro de la calle, o eso dicen, y con frecuencia salía corriendo sin tener muy claro su destino. Así que decidimos buscarle hogar. Primero, como no, buscamos su hogar original. Preguntamos en las veterinarias, en las casas cercanas, en las lejanas incluso, pero aquella pobre parecía que casa no tenía.
Así que, mientras esto, compramos una casa para perros y la pusimos en el jardín. Secretamente deseaba que mi hogar fuera el suyo, pero mi esposa, ya lo dije, tiene cierta aversión hacia los perros. Así que fue su tarea decidir si se quedaba con nosotros. Y decidió dejarla en casa. O tal vez no. O tal vez si. O tal vez no. Emilio, más sabio que nosotros decidió ponerle nombre: la llamó “ipú”, o tal vez “Hipú”, que de ortografía perruna poco sé. Decía mi esposa que así es como Emilio decía Winny Po, pero lo único cierto es que ipú se convirtió en su nombre.
El problema es que somos una familia moderna.
Vivimos a una hora de la ciudad, y todos los días aquel infierno de cemento nos llama. A veces incluso nos absorbe tanto que debemos quedarnos a dormir en él, así que Ipú (o tal vez hipú) se quedaría sola. Así que al fin decidimos buscarle un hogar. Bañada y arreglada, con pañoleta nueva, se merecía el hogar que una Springel Spaniel de menos de un año y con dientes perfectos puede conseguir. Nunca pensamos en un asilo de animales, que en su mayoría más que asilos parecen prisiones todas ellas con aquella famosa milla verde que han de caminar si no consiguen un hogar. Así que hicimos lo que todos hacen. Publicamos en Facebook su foto, y un aviso de que buscaba hogar. Y la fortuna, dulce fortuna, al fin sonrió.
Alguien se interesaba en ella. Semanas atrás había vivido un duelo de aquellos que suelen ser eternos por otro canino que lo había abandonado en un viaje rumbo al cielo de los perros, porque creo que los perros han de tener su propio cielo. Seguramente, pensaba aquel nuevo dueño, Ipú sería un buen remplazo. Salió de mi casa un domingo en la noche. A ese carro no se quería montar, así que debimos montarnos con ella para que se fuera tranquila. Llevaba su pañoleta roja, y el lazo con el que durante cuatro días la sacamos a pasear. Por dentro llevaba las vacunas. Por fuera unos ojos que habían dejado de ser rojos, aunque seguían siendo tristes, y la promesa de que había encontrado un hogar definitivo.
Yo ese domingo lloré. Un poco de soledad, un mucho de impotencia. Nadie me vio llorar, pues la verdad suelo hacerlo en secreto, cuando todo mundo duerme. Al día siguiente Emilio no preguntó por ella, y confieso que eso al menos me permitió quitarme parte de la sombra de la tristeza. De mi celular borré las fotos, que confieso dolía ver.
Ha pasado un mes desde aquella historia.
La vida sigue, y con ella viene la calma y el pensar que fue la decisión correcta. Al menos en aquella casa estaría acompañada y sobretodo sería amada. Le cambiaron el nombre, como era de esperar. Pasó a llamarse Canela. La imaginaba a veces saludando a sus nuevos dueños como lo hacía conmigo, las patas levantadas y luego apoyadas en el pecho, ese ladrido pequeño a pesar de su tamaño, y jugando en el parque con la vida esa que yo no le podía dar. La vida sigue, decía, así que fui de viaje, y Emilio siguió creciendo. Aquella casita de perro se convirtió en bodega improvisada para algunas baldosas que no había donde guardar. La vida sigue, insisto, y con ella la certeza de que mientras pueda nunca más tendré perros o gatos. No soporto la separación. Cuando era niño tenía un pastor alemán que se llamaba Clea. Me acostaba a dormir sobre su panza, y la pobre dejaba de respirar para no ir a despertarme. Odie cuando se la llevaron a una finca en la que “iba a estar mejor”. Cuando estaba en la universidad a mi hermana le regalaron un Schnauzer miniatura. Se llamaba Sofía, y también aseguro que hacía honor a su nombre. Cuando me casé Sofía se quedó en aquella casa, y yo de nuevo la extrañaba. Siempre salía a saludarme, no importaba que ya estuviera vieja como un tapete sin lavar. También tuve gatos, y también me dolió extrañarlos cuando debieron irse de casa.
Hace un par de días, como todas las mañanas, me duchaba antes de salir a trabajar cuando mi esposa desde el otro lado de la puerta me dijo: “volvió ipú”. Me vestí y bajé las escalas para encontrar en la puerta de la casa una mancha casi irreconocible de lodo y suciedad. La piel pegada de los huesos, aquellos ojos rojos, más rojos esta vez. No se levantó en sus patas cuando me vio. Solo pegó su cara a mi pierna. Entonces me agaché y la miré. Y yo, que creí saber de miradas de perros, rompí a llorar cuando ella puso su cabeza sobre mi hombro y sin abrir los ojos gimió. Quien crea que los perros no lloran, que no tienen alma, es porque no pudo ver aquella escena.
A las 6:50 de la mañana, Ipú dejó pasar su sombra por debajo de la puerta. Emilio al ver aquello pensó que se trataba del jardinero que había ido a regar las matas. Pero mi esposa, consciente de la hora miró por la ventana y vio huellas animales en el piso. Al ir a sacar al perro que entró al jardín descubrió que Ipú (o tal vez Hipú) había entrado de nuevo a aquella casita de perros que ahora funcionaba como bodega.
Al llamar al “dueño” a preguntar, contó que estaba feliz en una finca, que allá jugaba con marranos y gallinas, que tenía sus tres comidas, y que incluso el fin de semana me mandaría fotos para que viera cómo estaba de feliz. Canela estaba perdida desde hace por lo menos 5 días, y nunca se dio cuenta, o quizás simplemente no quiso contar. Aquella finca en la que estaba queda a unos 45 minutos en carro de mi casa. La casa en el que estaba a unos 30 en otra dirección.
No sé cómo encontró el camino, pero sé que si logró encontrar la forma de llegar a esta casa bien podría haber encontrado el camino hacia su casa original o incluso hacia aquella en la cual estaba. Pero no supo hacerlo, o más bien no quiso hacerlo.
Hay quien dice que las personas adoptan a los animales. Yo creo que ellos son los que deciden adoptarnos.
Dije al principio de esta historia, que no es más que la verdad, que iba a hacer una confesión, y llegó el momento de hacerla: Ipú ya llegó a su hogar, y mientras escribo estas líneas no puedo evitar sonreír.