Si algo tenía Valentina era voz. Y carácter. Pero hablemos mejor de su voz, que a todos asombraba. Quienes la conocían decían que cantaba como los ángeles, aunque si algo es seguro es que ninguno de los que la conocían había escuchado jamás a un ángel cantar. Su voz distaba de ser coherente con su edad y mucho más con su cuerpo mal formado. Vestía sencillo, sin bolso o accesorio. Solo llevaba una cruz que le había dado su madre antes de dejarla en la calle para que se ganara la vida. Tan pesada era que prefería llevarla en su mano que amarrada al cuello.
Valentina creía que el mundo iba a escucharla siempre, así que hizo de la calle su teatro, y de los buses su escenario. Cantaba por monedas, aunque lo que ella quería era que en realidad alguien la descubriera. Pero los descubridores debían estar en otras rutas y las monedas en otros bolsillos, porque cada vez menos recibía. Sin embargo, de lo último también ella era culpable. No cantaba canciones de amor ni baladas de las que suenan en la radio. Valentina cantaba tangos. Pero tampoco eran tangos dulces, o por lo menos seductores. Eran tangos contestatarios, rebeldes, crueles y descarnados. Valentina sentía que esa era su vida, y esas las historias que debía cantar. Pero nadie da monedas a quien solo tiene historias tristes, aunque su voz parezca la de un ángel.
Con los años, su voz no cambió, aunque su cuerpo se formó mejor. Entonces la descubrieron. O eso le dijeron. Que fuera tal día a tal hora a una audición. Allí estuvo, puntual como siempre. No llevaba bolso, ni siquiera aretes.
Valentina cantó. Un tango. Luego dos. Frente a ella unos ojos fríos la miraban. Un momento después observó cómo aquel hombre con ojos que congelaban se acercaba a ella y le ponía el brazo en torno al hombro. Sintió en aquella mano la contundente certeza de que aquel descubridor no quería descubrir su voz sino su cuerpo debajo de las ropas. Entonces ella no cantó más.
Si algo tenía Valentina era voz. Y carácter. Y su carácter no iba a dejar que abusaran de ella. Usó la cruz, esa que le dio su madre, y la clavó certera en el cuello de aquel hombre. Se quedó allí, mirando, viendo como la vida se escapaba con la sangre. Una mancha roja sobre un piso de color gris. Un olor.
Entonces al fin se alejó de la habitación. Y mientras caminaba se sonrió. Acababa de pensar un tango nuevo que cantar.
martes, junio 27, 2017
VALENTINA
VALENTINA
Dibujo en carboncillo sobre papel Edad Media.
Ilustración para un cuento del mismo nombre.
jueves, junio 22, 2017
¿Sufrirán de insomnio los centauros?
A veces me pregunto si sufrirían de insomnio los centauros
Quizás en las noches, cabeza y cuerpo discutían.
La luna, desde lo alto, vería aquella parte de caballo que lo único que deseaba era salir a galope, llamado por praderas y por campos.
También vería, alta en el cielo, aquella parte de hombre que se cansaba de pensar, que contener ya no podía y que, sin embargo, insistía.
Ceder, quizás, sería perder el último asomo de humanidad.
O tal vez el insomnio sería otro.
La cabeza pensaría en cosas por decenas. Cosas mundanas, por supuesto. Qué habría de comer mañana, si acaso en algo podría trabajar, si de algo podría vivir un día más. Si quizás, a pesar de aquel extraño cuerpo alguien habría de darle promesas de futuro. La parte de animal seguramente se iría a descansar, agotada de sus trotes sin sentido.
Es posible que en algunos, caballo y hombre hubieran dejado de pelear. Tal vez correrían juntos. Tal vez juntos hubieran dejado de correr. Tal vez aprovecharían la noche para jugar con la sombra y verse tan solo como caballos, o tan solo como humanos (qué mas da....) O tal vez, solo tal vez, algún centauro se habría aceptado como lo que es.
Es posible, insisto, pero no probable. Porque mientras cabeza y cuerpo se pelean no escuchan aquel corazón cansado que una noche cualquiera se cansará de galopar.
miércoles, junio 21, 2017
Nombres de mujer
Durante las últimas semanas he posteado en estas Soledades algunas imágenes y textos con nombres femeninos. Son parte del último proyecto que he hecho público "NOMBRES DE MUJER".
Es un proyecto que, en realidad, cuenta ya con varios años encima pero que nunca había hecho público. Cuenta la historia de un montón de mujeres que me han regalado historias. Algunas se han cruzado en mi camino y hemos compartido un espacio de la vida. Otras sólo se cruzaron en el camino y me regalaron la historia que aquí cuento.
Como son historias que tienen una vida propia también un espacio propio les he dado.
Es un proyecto que, en realidad, cuenta ya con varios años encima pero que nunca había hecho público. Cuenta la historia de un montón de mujeres que me han regalado historias. Algunas se han cruzado en mi camino y hemos compartido un espacio de la vida. Otras sólo se cruzaron en el camino y me regalaron la historia que aquí cuento.
Como son historias que tienen una vida propia también un espacio propio les he dado.
Allí, cada lunes y durante cerca de medio año estará publicada una historia nueva cada vez. Pasado ese tiempo, cada cuento quedará allí, con cierta vana ilusión de eternidad.
Mi recomendación para los lectores es que busquen y lean las historias directamente allí. Aquí, en Soledades, también estarán puestas como un repositorio de la mayoría de mis búsquedas artísticas, pero allí estarán escritas y presentadas de manera especial, como creo se merecen.
Mi recomendación para los lectores es que busquen y lean las historias directamente allí. Aquí, en Soledades, también estarán puestas como un repositorio de la mayoría de mis búsquedas artísticas, pero allí estarán escritas y presentadas de manera especial, como creo se merecen.
Así que ya saben: Estan todos invitados.
lunes, junio 19, 2017
CÁNDIDA
Desde niña, Cándida soñaba con sonidos. Dormida, escuchaba sonidos como los demás veían colores. Era de una belleza simple, dulce, un poco pequeña (petite decía ella), y con una sonrisa que iluminaba todo, sin importar que fuera noche cerrada.
Temprano en la infancia se vio ocupada por la vanidad. Su preocupación no tenía mucho que ver con el cuerpo, sino con la voz, con lo que decía, pero sobretodo con el cómo lo decía. Se preocupaba por tener una melodía en sus palabras, por duras que ellas fueran. Al primer descuido de sus padres comenzó una estricta dieta. Solo se alimentaba con instrumentos musicales.
Dependiendo de la hora elegía el instrumento que iba a comer. Si era de almuerzo se dedicaba a comer instrumentos grandes, incluso pesados. A la comida se iba por instrumentos más livianos como un oboe o un clarinete. Y de desayuno se iba por lo frugal: un pícolo, un triángulo, uno que otro violín.
Con el tiempo fue aprendiendo a acomodar su estómago a su régimen de alimentación. La cosa cambió de sonido cuando al llegar a la adolescencia la atacó el hambre que solía llegar con la edad. Ahora era capaz de comerse un piano entero y completarlo incluso con algo de violonchelo. Su apetito, por esas épocas no era coherente con su apariencia de mujer petite...
Con el tiempo su cuerpo fue cambiando. Era lógico dada su compleja alimentación. Su voz siempre fue melodiosa, eso sin duda. Pero su cuerpo era... bueno, digamos que poseía una extraña armonía. No tenía forma de guitarra, ni de violín. Sus piernas eran más bien gruesas como la boca de la tuba. Su vientre apretado como el cuero de un par de timbales bien afinados. Sus dedos eran largos como el arco que tocaba la viola. Y su cabello era blanco. Y negro. Y blanco. Y negro otra vez.
La buena de Cándida consiguió trabajo en una orquesta. Cantaba, claro. Pero cuando los demás músicos vieron su dieta toda la orquesta se revolucionó. Ya ningún músico dejaba su instrumento solo, ni siquiera en los breves recesos que tenían entre ensayo y ensayo. Hasta al baño comenzaron a llevar sus instrumentos, con tal de mantenerlos lejos del apetito de Cándida. La peor parte la llevó el pianista, pero el percusionista y el contrabajista también llevaron lo suyo. Debían esperar a que Cándida saliera para vigilar que no fuera a comerse una baqueta, o a robarse el arco, o quizás un par de teclas.
Un día el hambre de Cándida al fin se calmó. El viejo director de la orquesta descubrió que lo que Cándida necesitaba era comer la batuta que, por dentro, iba a ordenar la orquesta que ella era.
Temprano en la infancia se vio ocupada por la vanidad. Su preocupación no tenía mucho que ver con el cuerpo, sino con la voz, con lo que decía, pero sobretodo con el cómo lo decía. Se preocupaba por tener una melodía en sus palabras, por duras que ellas fueran. Al primer descuido de sus padres comenzó una estricta dieta. Solo se alimentaba con instrumentos musicales.
Dependiendo de la hora elegía el instrumento que iba a comer. Si era de almuerzo se dedicaba a comer instrumentos grandes, incluso pesados. A la comida se iba por instrumentos más livianos como un oboe o un clarinete. Y de desayuno se iba por lo frugal: un pícolo, un triángulo, uno que otro violín.
Con el tiempo fue aprendiendo a acomodar su estómago a su régimen de alimentación. La cosa cambió de sonido cuando al llegar a la adolescencia la atacó el hambre que solía llegar con la edad. Ahora era capaz de comerse un piano entero y completarlo incluso con algo de violonchelo. Su apetito, por esas épocas no era coherente con su apariencia de mujer petite...
Con el tiempo su cuerpo fue cambiando. Era lógico dada su compleja alimentación. Su voz siempre fue melodiosa, eso sin duda. Pero su cuerpo era... bueno, digamos que poseía una extraña armonía. No tenía forma de guitarra, ni de violín. Sus piernas eran más bien gruesas como la boca de la tuba. Su vientre apretado como el cuero de un par de timbales bien afinados. Sus dedos eran largos como el arco que tocaba la viola. Y su cabello era blanco. Y negro. Y blanco. Y negro otra vez.
La buena de Cándida consiguió trabajo en una orquesta. Cantaba, claro. Pero cuando los demás músicos vieron su dieta toda la orquesta se revolucionó. Ya ningún músico dejaba su instrumento solo, ni siquiera en los breves recesos que tenían entre ensayo y ensayo. Hasta al baño comenzaron a llevar sus instrumentos, con tal de mantenerlos lejos del apetito de Cándida. La peor parte la llevó el pianista, pero el percusionista y el contrabajista también llevaron lo suyo. Debían esperar a que Cándida saliera para vigilar que no fuera a comerse una baqueta, o a robarse el arco, o quizás un par de teclas.
Un día el hambre de Cándida al fin se calmó. El viejo director de la orquesta descubrió que lo que Cándida necesitaba era comer la batuta que, por dentro, iba a ordenar la orquesta que ella era.
lunes, junio 12, 2017
MAYRA
Mayra vivía entre hilos y telas. Enamorada del tejer y del telar, soñaba con que el cielo no era más que un enorme tejido negro del cual en hilos de oro habían bordado estrellas. Un sueño cliché sin duda, pero al menos un sueño propio.
Todo comenzó al momento de nacer. Su madre había sido costurera y de pequeña la arrullaba poniéndola justo al lado de una vieja máquina de coser Singer que nunca había faltado a su trabajo. Al rítmico sonido del motor Mayra conciliaba el sueño, en una canasta ablandada con retazos de tela que su madre guardaba con la esperanza de, algún día, hacer un vestido de colores para su dulce niña. Con el paso de los años, aquel vestido fue creciendo, agregando nuevos retazos mientras la propia Mayra alcanzaba más centímetros que su madre dibujaba detrás de la puerta. Con cada centímetro una nueva franja, con cada acontecimiento un nuevo trozo de color, una nueva historia que adornaba aquel hermoso vestir. Durante toda su infancia, y gracias a aquel ritual casi secreto con su madre, nunca faltó a Mayra que ponerse. Pero pocos años después lo que faltó fue tener a su familia más tiempo con ella. El padre se había ido antes de nacer, y a su madre la visitó la muerte antes de tiempo, justo cuando Mayra se convertía en ese nudo que envuelve todo en la adolescencia.
Comenzó a trabajar en una fábrica de ropa, pues de algo debía ella vivir. De mañana nunca la veían salir de casa, y en las noches los vecinos tampoco la veían llegar. Si alguien encontraba que Mayra estaba en la calle, solo podría afirmar que estaba en el camino, sin nunca saber si iba o si acaso regresaba. Hablaba poco, y quien la escuchaba nunca encontraba en el hilo de su historia alguna de sus puntas, ni la del principio ni la del final. Mayra lo prefería así, pues no quería de nuevo quedarse sola sin una historia, sin alguien que la escuchara hablar.
Un día se volvió mayor de edad y los demás comenzaron a hablar a sus espaldas como suelen hacerlo los adultos cuando se enfrascan en ridículas discusiones de punto cadeneta chisme. Afirmaban que Mayra era complicada como un carrete de hilo suelto o más bien como un ovillo, o tal vez como una madeja, como aquel montón de hilos que su madre (que en paz descanse) manejaba. Algo de razón tenían, pues cada uno de sus actos era un nudo permanente. Incluso en el amor, pues siempre amaba sin principios ni finales. Amaba como el nudo que era ella. Amaba eternamente.
Cuando se desnudaba parecía que se dejaba la vida en cada prenda que resbalaba de su cuerpo. Los botones se zafaban uno a uno. Quitaba el broche de su sostén con tal lentitud que a veces parecía que no se movía en absoluto. Los retazos de su vestido parecía que se abrían costura a costura con una parsimonia tal que no podía saberse si la ropa en realidad se hacía o se deshacía. Mayra quería que aquel instante durara por lo menos un par de eternidades, que en la madeja que ella era no fuera a entrar ninguna tristeza, ninguna soledad. Al momento del amor, justo instantes antes del orgasmo Mayra se desdoblaba, se desenredaba, se desmadejaba, iba abriéndose tan grande como era, y de la nada parecía que le salieran un par de brazos más, otro juego de largas piernas.
Entonces por única vez sus amantes lograban ver sin nudos aquella madeja. Mayra, destejida en medio de la cama dejaba que su amante viniera a ella, y luego, tan solo un par de segundos después del orgasmo comenzaba a enredarse de nuevo. Las puntas se amarraban, su cabello se hacía lazos, aquellos 4 brazos se tensaban en torno al tronco y las piernas, las largas piernas, se doblaban y anudaban sin permitir movimiento alguno. Mayra temía, aunque no lo confesara, que ahora fuera su amado quien antes de tiempo la dejara.
Nunca su amante tenía tiempo de escapar. Mayra los ahorcaba entre sus telas, y después se sentía arrepentida. Así que los devoraba, bocado a bocado, de manera que siempre vivieran en ella, tejidos de la vida que era ella. Y, para ocultar el cambio de tamaño después de devorarlo, Mayra, la dulce Mayra, tejía ahora una nueva franja de retazos que adornaba su vestido.
lunes, junio 05, 2017
ANA
Ana era una mujer con una vida tan común como su nombre. Trabajaba de sol a sol en un empleo que le iba quitando los años. Cuando tenía suerte, mucha suerte, amaba de luna a luna y recuperaba en una noche un trozo de la vida. Pero la suerte cada vez visitaba menos el apartamento de Ana.
Vivía sola, un poco por elección y un poco por vocación. Pasaba los fines de semana dedicada a su gran amor, es decir, a la cocina. Entre platos y cacerolas sentía que la vida tenía un motivo para vivirse. No importaba que nadie más que ella probara sus recetas, Ana seguía cocinando.
Lo mejor de todo, es que su amor era correspondido. No había receta, por simple que fuera, que no tomara otro sabor en sus manos. Si Ana, descuidada, dejaba algún plato más tiempo del necesario, el fogón mismo bajaba la temperatura, no fuera a ocurrir que la receta se arruinara.
Pero no era aquel su único secreto. Nadie sabía que estaba enamorada del periodista que escribía las recetas del periódico del domingo. Nunca había intercambiado con él palabra alguna. Lo leía fielmente, eso sí, pero nunca le había escrito. Tenía miedo de que este amor no fuera correspondido. Le bastaba con ver cómo se atrevía a proponer mezclar el arroz con el mango para imaginarlo como un hombre atrevido, como un ardiente explorador. Pero cuando propuso hacer un día jugo de papaya con fresa Ana no soportó más la tentación. Le escribió. De su puño y letra dijo "yo lo leo".
Ana estuvo segura de que él le respondió. No fue de su puño y letra. Tampoco a la dirección del remitente. Respondió públicamente, en su sección de cocina. Puso la receta de un pastel de carne. Y eso, sin dudarlo debía ser una respuesta para ella. Así que volvió a escribir. Esta vez se tomó más confianza y le dijo que "le gustaba sentirse por él acompañada”. Toda la semana esperó para sentir que recibía una respuesta. Esta vez con un tiramisú de chocolate. Ana se preocupó. La conversación estaba tomando otro color. Cedió a las ganas y le dijo "que sí, que quería verlo". Y entonces, el domingo, el periódico publicó una ensalada. Ana se preocupó de nuevo. ¿Qué había pasado? ¿Por qué ahora le mandaba un plato frío? Ana volvió a escribir, y fue una espera eterna. Él publicó un coctel, lo que Ana entendió como unas disculpas por el desplante de las verduras. Así que le insistió, y le dijo que se vieran. Él puso luego una de esas recetas que se hacen a fuego lento. Y Ana se desesperó. ¿Por qué le decía que se tomaran las cosas con calma? Así que no soportó más y se fue al periódico. No dejó carta esta vez, sino un soufflé con la dirección de su casa: no podía ser más directa.
El domingo, el periódico publicó una cena para dos. Ana comprendió el mensaje y el viernes siguiente no fue a trabajar. Se quedó en casa, cocinando, con tan mala fortuna que aquel celoso horno no quiso prender. Llamó al servicio técnico, donde una fría voz le dijo que "irían más tarde, que había mucho trabajo". La pobre Ana vio pasar las horas, mirando como el reloj la torturaba con cada paso. Su horno nunca recibió atención. A las 6 de la tarde se sintió morir. Su escritor de recetas de cocina estaba a punto de llegar y el maldito horno no funcionaba. Entonces abrió la nevera, y un poco desesperada, decidió hacer un par de sánduches de atún, nada elaborado, pero por lo menos algo para no recibir al periodista con las manos vacías. Y, además, preparó dos copas con vino que esperaban para ser llenadas. A las 7 los nervios la vencieron, y decidió tomarse una copa. Y luego dos, y ya metida en gastos un par más. Así quedó dormida sobre la mesa.
A la mañana siguiente, ya sin celos el horno funcionaba. Esperó todo el día para que llegara el domingo. Y entonces vio la receta. Sánduche de atún.
Ana entendió que hay cosas que no pueden ser, así que dejó de escribirle notas. Y también dejó de leer las recetas del domingo. Nunca se enteró que desde ese día, semana tras semana, el periódico publica recetas que pretenden conquistar a la mujer que meses atrás dejó un soufflé y una dirección en la que nadie abre la puerta.
Suscribirse a:
Entradas
(
Atom
)