A riesgo de sonar repetitivo, a mi también me hace llorar la cebolla. Algo debe estar mal con la maldita. Tal vez abusaban de ella cuando era un pequeño retoño, o tal vez sea una suerte de crueldad interna, algo innato que la lleva a actuar así.
Hace unos años cuando comencé a vivir sólo pegaba a veces, en la noche, mi oído a la nevera. Cuando el motor dejaba de sonar se escuchaban dentro los murmullos. Escuchaba sus gritos sofocados y luego los llantos también ahogados de otros vegetales. Lloraban los tomates y la lechuga. Se que era todo culpa de ella, de la cebolla, a pesar de que la puerta estaba cerrada. Al abrir el cajón de las verduras todas tenían su olor. A veces se expandía a otros cajones. Una vez incluso el agua llegó a tener aquella presencia invisible a los ojos pero completamente innegable. Porque ella, lo sé, se había pasado molestando a todas con esa infinita crueldad, esa malicia obvia que se interna capa tras capa, cada vez más profunda, más adentro, contenida a la espera de salir.
Hoy en día la guardo siempre separada. Uso un recipiente aparte, de aquellos de cerrado hermético que no permiten que se abra desde adentro. Cuando la saco suelo partirla casi con la misma sevicia que ella ha demostrado con los otros. Es creo la única tortura que he realizado en la vida. Cortarla en cuadritos pequeños, casi diminutos, imperceptibles a la boca. Pero ella insiste y ejecuta su venganza.
Porque sabe que mientras más veces la corte, con más fuerza me hará llorar. Porque sabe, que cuando empiezo se me vienen de golpe otras tristezas. Y entonces nunca paro de llorar.
sábado, julio 15, 2017
Cotidianidades (II)
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