Un día desperté transformado en cocodrilo. Al principio pensé que era un asunto extraño, que nadie había vivido antes. Pero luego recordé a Gregorio Samsa, ese que despertó un día transformado en escarabajo o cucarrón.
Traté de llorar, pero de manera previsible sólo lágrimas de cocodrilo salieron de mis ojos. En mi cama no había nadie, así que pensé que tal vez, con un poco de suerte, la casa estuviera vacía y mi transformación pasaría inadvertida. Pero aquel consuelo duró poco, pues unos segundos más tarde la puerta se abrió de repente.
Pensé en el terror que sentiría mi amada al verme. Los gritos, que sin duda atraerían a los vecinos dispuestos a matar a aquel reptil que yo era, el espanto, el infinito miedo al pensarse devorada, y luego el dolor y la soledad como única consecuencia. Pero nada de aquello pasó, ni terror, ni espanto, ni miedo. Nada de eso.
En cambio me miró largamente y luego se desnudó y se metió en la cama. Estuvimos varias horas metidos bajo las cobijas, como si se tratara de un río en el cuál nos sumergimos entre giros y rugidos. Cuidé siempre que mis dientes no rompieran su piel. Cuidé que mis garras no hicieran jirones su cuerpo. Cuidé que mis escamas no lastimaran sus manos. Pero a ella poco le importaba aquello. Entre giros me atrapaba. Se metía en mi boca abierta y me tentaba a que la cerrara.
Cuando de repente se llenó de agua me revolqué en ella, cocodrilo de agua dulce. Cuando cansados nos sobrevino el sueño me sumergí en su sudor, cocodrilo de agua salada.
La mañana siguiente mi cuerpo era, de nuevo, aquel que siempre había sido, sin escamas, sin garras, sin dientes.
No encontré rastro suyo en la cama. Pero en el piso, marcando el camino hacia la puerta, huellas de garras amplias como platos aruñaban el piso y marcas de dientes tallaban la manija de la puerta.
Hasta el día de hoy sigo esperando que aquel cocodrilo vuelva a despertar conmigo.
lunes, marzo 26, 2018
sábado, marzo 24, 2018
Media vida
El día que Juan Simón Santacoloma cumplía los 40 años abrió las puerta de su casa, se sentó en el estrecho andén y comenzó a hablar.
Estaba en la mitad de la vida, dijo, y además estaba sólo. Y triste. No sabía si era la soledad lo que lo ponía triste o más bien por culpa de la tristeza se la pasaba en soledad. Se sentía roto, como un florero viejo al que ya nadie ponía flores, como un jarrón que al quebrarse había sido pegado sin encontrar todas las piezas.
Le pesaba el alma, con el peso que se aprende a reconocer con cada año, con cada vida, con cada fracaso. No sabía decir cuantos kilos pesaba aquello, pero bien sabía que antes, cuando sonreía, aquello pesaba menos, pero que ahora el mundo entero se condensaba justo allí en medio del pecho.
Dijo en voz alta que tenía miedo. De la noche, del día, del mañana. Pero también de la memoria que implacable lo llevaba hacia el pasado y le recordaba sus errores, un recuento de desgracias que se había cansado de contar.
Habló, como no hacerlo, de amores pasados y perdidos, de las derrotas de cada pérdida, de los sabotajes que el mismo había cometido sin ser nunca consciente de ellos. Que ponía el papel higiénico del lado contrario, que a veces olvidaba levantar la tasa del baño, y que casi siempre se distraía a la hora de poner el suavizante en el lavado, asuntos todos ellos que habían resultado gravísimos y que ninguna mujer, por lo menos de las que le habían tocado en suerte, lograban tolerar.
Entonces lloró. Como las magdalenas, los saucos y los vasos con agua fría. Lloró como quien nunca había partido una cebolla. Y cada pérdida era una lágrima, y cada sollozo un recuerdo que le apretaba el corazón.
Y cuando las lágrimas se le acabaron tomó aire, se puso de pie y entró a su casa de nuevo cerrando, con doble llave, la puerta del frente. No fuera a ser que alguna de las palabras dichas aquella tarde fuera a meterse a su casa de nuevo.
Estaba en la mitad de la vida, dijo, y además estaba sólo. Y triste. No sabía si era la soledad lo que lo ponía triste o más bien por culpa de la tristeza se la pasaba en soledad. Se sentía roto, como un florero viejo al que ya nadie ponía flores, como un jarrón que al quebrarse había sido pegado sin encontrar todas las piezas.
Le pesaba el alma, con el peso que se aprende a reconocer con cada año, con cada vida, con cada fracaso. No sabía decir cuantos kilos pesaba aquello, pero bien sabía que antes, cuando sonreía, aquello pesaba menos, pero que ahora el mundo entero se condensaba justo allí en medio del pecho.
Dijo en voz alta que tenía miedo. De la noche, del día, del mañana. Pero también de la memoria que implacable lo llevaba hacia el pasado y le recordaba sus errores, un recuento de desgracias que se había cansado de contar.
Habló, como no hacerlo, de amores pasados y perdidos, de las derrotas de cada pérdida, de los sabotajes que el mismo había cometido sin ser nunca consciente de ellos. Que ponía el papel higiénico del lado contrario, que a veces olvidaba levantar la tasa del baño, y que casi siempre se distraía a la hora de poner el suavizante en el lavado, asuntos todos ellos que habían resultado gravísimos y que ninguna mujer, por lo menos de las que le habían tocado en suerte, lograban tolerar.
Entonces lloró. Como las magdalenas, los saucos y los vasos con agua fría. Lloró como quien nunca había partido una cebolla. Y cada pérdida era una lágrima, y cada sollozo un recuerdo que le apretaba el corazón.
Y cuando las lágrimas se le acabaron tomó aire, se puso de pie y entró a su casa de nuevo cerrando, con doble llave, la puerta del frente. No fuera a ser que alguna de las palabras dichas aquella tarde fuera a meterse a su casa de nuevo.
jueves, marzo 22, 2018
martes, marzo 06, 2018
Hilo
En frente de mi casa, los lunes, a las 5:06 minutos, pasa siempre una mujer. Media la vida en su caminar, siempre presuroso.
Nunca me ha visto. No sabe que existo. La miro siempre escondido atrás de la cortina. Ella camina, sólo eso.
Mis amigos me dicen que me decida a hablarle, que no pierdo nada con intentar, que tal vez ella me quite la tristeza o tal vez hasta me quiera con ella. Pero yo soy tímido y además no tengo nada que decirle. Pero yo he pasado ya los años en los cuales decía a una mujer que me gustaba. Pero yo... ya tengo un plan.
He amarrado un ovillo de hilo a la pata de mi cama. Lo he llevado de mi alcoba hasta la puerta, y de allí he cruzado los tres pisos hasta la puerta del edificio. La punta del hilo está ahí, justo en el medio de la calle por la cual ella pasa. Son ya las 5:03.
Tal vez aquella mujer sepa leer entre hilos que en el centro del laberinto, una suerte de Minotauro tímido la espera.
Nunca me ha visto. No sabe que existo. La miro siempre escondido atrás de la cortina. Ella camina, sólo eso.
Mis amigos me dicen que me decida a hablarle, que no pierdo nada con intentar, que tal vez ella me quite la tristeza o tal vez hasta me quiera con ella. Pero yo soy tímido y además no tengo nada que decirle. Pero yo he pasado ya los años en los cuales decía a una mujer que me gustaba. Pero yo... ya tengo un plan.
He amarrado un ovillo de hilo a la pata de mi cama. Lo he llevado de mi alcoba hasta la puerta, y de allí he cruzado los tres pisos hasta la puerta del edificio. La punta del hilo está ahí, justo en el medio de la calle por la cual ella pasa. Son ya las 5:03.
Tal vez aquella mujer sepa leer entre hilos que en el centro del laberinto, una suerte de Minotauro tímido la espera.
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