Mi padre cumplía años los domingos.
No tiene sentido, lo sé, pero en mi cabeza, siempre pasaba que los cumpleaños de mi padre caían en domingo.
Quizás tenga que ver con la fecha, ese fin de mes que tiene más sentido si además es el final de la semana, o quizás tenga que ver con que durante muchos años eran los domingos el día en que lo veía.
Se que con los años eso cambió: recuerdo que lo llamaba y que él preguntaba en voz baja a quien contestaba quién estaba al otro lado de la línea, para luego decidir si pasaba al teléfono o no. Nunca le gustaron los cumpleaños. A veces me contaba que se había perdido todo el día. Se iba al cementerio San Pedro y visitaba a los maestros y de paso a los amigos. Otras veces decía que se la había pasado escribiendo. Esa era también su celebración, ajena a todos, consigo mismo.
La última vez que lo llamé, un domingo que no fue, recuerdo que no dijo nada. Ya no tenía nada por decir, ni despedidas ni celebraciones. Pensé en eso hace unos días, mientras escribía, pensando si él también se pasaría el día entre hojas, entre las cosas que no lograba decir y los deseos de decir alguna cosa nueva.
Y lo recuerdo, sentado en una silla, con una vieja tabla que usaba como escritorio, escribiendo sin parar un cuaderno detrás de otro.
Hoy viene a ser domingo, y si las cuentas no me fallan cumpliría 72 años.
Mi padre siempre cumplía años los domingos.