Esta semana he terminado un diplomado que dictaba sobre servicio al cliente. El tema con el que terminé el diplomado (aunque los asistentes sabrán que hablé de él todo el tiempo) era comunicación. El tema me apasiona por lo complicado, por la forma en que interpretamos, en que cada vez nos volvemos más sordos y más ciegos. A la manera de Saramago: "Ciegos que, viendo, no ven..." Me apasiona la forma que tenemos de decidir sin preguntar, sin averiguar qué pensará el otro de lo que dice, o que dirá, o por qué dice lo que dice. Simplemente nos limitamos a juzgar...
Especialmente me resulta apasionante el estudio sobre aquellos lenguajes no verbales que forman parte de (que son) el mensaje. He hablado, por supuesto, de los planteamientos de
Edwart T. Hall en cuanto a la distancia interpersonal. Apasionante discusión. He hablado (y quisiera creer que he comunicado) sobre los planteamientos que resume Flora Davis en la comunicación no verbal, sobre quienes dicen que el tono de la voz que es más importante que lo que dice la palabra. Quisiera, porque me pide el alma a gritos, hablar de aquello que las personas con quienes hablo no quieren preguntar, pero no lo haré, porque existe un tema del que no hablé en el diplomado que dicté...
No hablé del “hambre de piel” que vivimos. No hablé del tacto y de la necesidad desesperada que sentimos por tocar, aunque la cultura se oponga a afirmar que tenemos piel. Así pues, para no quedar pendiente del tacto uso estas soledades para decir. Y comienzo con una frase que no es propia y que me parece tan hermosa como dolorosa (¿Quién dijo que no puede doler la hermosura?). Dice:
“La impersonalidad de la vida en nuestro mundo moderno se ha vuelto tan acusada que hemos producido, en efecto, una nueva raza de Intocables. Nos hemos vuelto extraños unos para con otros, no sólo evitando sino defendiéndonos activamente de todas las formas de contacto físico “innecesario”.” MONTAGU, A., MATSON, F.: El contacto humano.
Me ha generado dolor hablar de aquellos intocables que ahora deambulan por las calles en las noches. De tantos y tantos que no quieren tocar ni que los toquen, y de aquellos que siempre lo queremos pero que nuestra cultura nos lo impide, de aquellos que tememos a la piel que cuando tocan se enciende y arde, a la que refresca.
Y me ha generado placer encontrar o simplemente pensar en el origami como arte del tacto. He dicho desde hace mucho tiempo palabras robadas de Yoshizawa “el papel es otra piel”. Digo también que perderse en la piel de una mujer es la mejor comparación con el acto de acariciar una hoja. Arte de amantes es el plegar, arte de caricias. Me pregunto también si resultará entonces que para ser buen plegador habrá que ser buen amante. Si para ser buen artista habrá que saber de piel. Caballero amó la piel de cientos de hombres para que sus dibujos fueran lo que son. Modigliani amó la piel de cien mujeres y Picasso la de mil, Rodìn amó la piel de sus amantes tanto como para lograr llegar a su beso.
Observamos en los origamistas ese hambre de piel que se evidencia en sus manos al rozarse, o en ese deseo que tienen de tocar, de permitir que las cosas entren por la piel. De hecho, comparto y creo en ese principio fundamental de que las cosas entran por la piel y no solo por los ojos.
Vivimos la pasión de tocar, de acariciar, de sentir. Ojalá pudieramos simplemente reconocerlo y aceptarlo. Ojalá, después de aceptarlo, pudieramos dedicarnos a aquello que nos pide el alma a gritos: tocar.
Un abrazo (y una caricia) a todos los que lean.