lunes, mayo 28, 2012

Caballitos de mar





Decía mi abuelo que antes existían tiempos más simples. Eran tiempos en los que cada cual hacía lo que a bien quería hacer. Había quien subía al cielo cada noche y pegaba en el estrellas; trabajo de nunca acabar sobra decir pues justo al culminar la jornada alguno más llegaba pintando el cielo entero de color azul. Otros se dedicaban a colorear las hojas de los árboles, según la estación que otros más quisieran en los prados dibujar.

En esos tiempos, según cuenta, el mar era una mujer inmensa y dulce. Bastaba estar a su lado para que el vaivén bajo su cintura vientos de huracanes atrajera. Llamados por la tormenta, los marinos se perdían a si mismos. Era lógico;  tanta agua tenía aquel mar que ahogaba los pesares, dejando sólo recuerdos de humedad.

Aquella mujer solo una vez se había enamorado. Fue, según cuenta, de un hombre pequeño y dulce que siete días tardaba en recorrerla y 78 noches empleaba en amarla. Ningún empleo tenía aquel hombre, más que el de sacarle cada noche brillo al rostro de la luna. A pesar de su pobreza, de él se enamoró aquella mujer cuando para conquistarla le regaló siete caballos libres a quienes apenas enseñaba a galopar

Entonces dios se cansó de tanto desorden, y se tomó unos días para separar los cielos de la tierra, la luz de la oscuridad y todo aquello que los domingos en misa suelen contar. Lo que no cuentan es que aquel hombre se quedó atrapado en la luna sin poder de nuevo bajar.

Hasta su regreso ella ha cambiado lo dulce por lo amargo y aquel movimiento se ha convertido ahora en un simple mecer que en las olas se reconoce. Y sin embargo, aún a veces se sonríe, cuando en medio de la luna llena el galope de los caballos recorren sus piernas acariciándola de abajo a arriba, revolcándole con su paso los recuerdos del amar.

martes, mayo 08, 2012

Logos

Años atrás diseñé una figura que llamé "logos". Es una palabra griega con múltiples traducciones, una de ellas es "palabra". La figura y la entrada, hablaban precisamente de palabras, de aquellas cosas por decir.

Esa ha sido siempre la intención de soledades y de mis pliegues. Hablar de aquellas cosas que el alma ha querido contar, de los sueños en las noches, de la forma de ver el mundo. 

Sin embargo, el ejercicio de soledades ha sido un ejercicio siempre solitario. Era lógico debido a su nombre, pero también lo es dado el camino que llevan los pliegues y el arte como tal. 

Sin embargo, en algunas ocasiones maravillosas las palabras y modelos dejan de ser propios y llegan a otros. Algunos los pliegan, otros los leen, otros simplemente los ven. Pero otros, algunas veces, hacen arte con ellos.

Carlos Gonzalez Santamaría, un célebre y bien conocido origamista español ha tomado una de las fotos de Logos, y la ha convertido en algo diferente. No muchos conocen que además de origamista es un talentoso dibujante, quien me ha dado sin yo esperarlo este maravilloso regalo. 

Carlos, muchas gracias por darle un lugar en vos a mis palabras.



Foto cortesía de Carlos Gonzalez Santamaría.
Los derechos  de esta foto se encuentran reservados,
y es usada en este blog con su autorización.


La entrada original, y el acceso a su maravillosa galería pueden verlo aquí.



miércoles, mayo 02, 2012

Sea Dragon

Creen quienes viven a la orilla de aquella playa, y en eso no se equivocan, que los caballitos de mar son en realidad sutiles pieles que envuelven en su interior infinitas cantidades de agua dulce.

No es, eso es seguro, un agua cualquiera. Cuentan que el primer caballo de mar en realidad era una yegua proveniente de la tierra. No bastaban para ella las praderas ni las llanuras, en tierra el sol siempre la quemaba, secando sus ideas y sus sueños de galope.

Decían los ancianos sabios que aquella yegua había contraído la enfermedad de la sed. No bastaba el agua de quebradas o ríos, su sed era siempre eterna. Así que galopó hasta el mar donde esperaba saciar su sed tranquila.

Era natural que con el paso del tiempo se volviera de agua, y cambiara las praderas terrestres por verdes campos submarinos, sus cascos por aletas, y su soledad de tierra por la compañía fértil del dulce mar.

Lo que no saben los ancianos es que bajo el agua, aquella yegua de mar se enamoró. No resultaba fácil aquel amor, sin duda diferente. Con sus relinchos de caballo amaba un árbol en el borde del acantilado, cuyas raíces en el mar bebían. A veces aquel árbol estiraba sus raíces y trataba de meterse en ella, dulce como era. Otras, era ella quien esperaba que las ramas tocaran el agua y entonces se amarraba a cada hoja como aquellos que desesperadamente aman suelen hacerlo.

Aquel amor tan grande fue que con el paso de los años aquel árbol se fue encogiendo, hasta tal punto que un día aquella yegua marina lo metió dentro de sí, tan profundo que desde entonces yegua de mar y árbol son uno sólo. Desde aquel día se esconden juntos en el mar profundo, uno en otro, a la espera de nuevos tiempos en los que aquel amor de agua dulce de a la luz una nueva raza de dragones de mar.