viernes, diciembre 15, 2017

Cotidianidades (VIII)

Si tienes un hijo pequeño, algún día llegará a casa rascándose la cabeza. Suele pasar. 
En los colegios se matriculan tanto niños como piojos y todo padre cuyos hijos llevan un par de grados saben bien que algún producto anti piojos es parte de los útiles no listados pero indispensables. 

Ese día oscuro, el fatídico día D (De los piojos, claro), sentirás la psicósis de una cabeza que pica. Es contagiosa la psicosis: Todas las cabezas de la familia, con sólo escuchar aquella palabra, comenzarán a sentir esa innegable comezón.

-"Yo como soy de dulce", dirán algunos.
-"Eso hay que raparlo", dirán otros.
-"Eso lo mejor es el jabón de tierra y dejarlo al sol" dirá siempre alguna abuela vieja.

Y tu, como padre moderno, sabrás que ha llegado el día de poner peinillas a la obras y meterse a la raíz del pelo y del problema.

Lo primero son los implementos típicos:

1. Remedio comprado en la farmacia para matar los piojos
2. Una peinilla pequeñita, tanto como para que entre sus dientes queden oleada tras oleada de aquellos pequeños chupasangre y sus huevos acompañantes
3. Una toalla limpia
4. Un vaso con agua en el que pondrás la peinilla tratando de ahogar a los desgraciados

Te decidirás y comprarás algún remedio. No importa mucho cual. Todos los remedios de aplicar dicen lo mismo: lave el pelo, agregue el producto, espere 10 minutos, enjuague el cabello, use una toalla limpia para secarlo y ahora use el peine para sacar, uno por uno, piojos y liendres.

Seguramente el farmaceuta te recomendará también "unas goticas naturales que son benditas para eso".

Entonces harás el proceso: Lavar, agregar, esperar, enjuagar, peinar.

Y entonces, justo cuando llegues a los 10 minutos de espera te darás cuenta de que hay una instrucción faltante:



Ningún remedio dice que además de aquellos productos necesitarás un libro de cuentos y quizás también uno de respuestas.


Porque nadie te ha contado que durante esos 10 minutos podrás sentarte con tu hijo a leer un libro. Tal vez su cuento favorito, o tal vez alguno nuevo. Ninguno remedio menciona que después, cuando tomes el peine y comiences a peinar cabello a cabello, escucharás como tu pequeño te cuenta aquella historia (tal vez incluso la lea para ti).

Y lo que no sabes, porque ningún remedio lo tiene en sus instrucciones, es que durante aquella hora de peinado aquel pequeño querrá ver los piojos, te preguntará si son como las pulgas o son animales diferentes (quizás te pregunte la diferencia), preguntará además cómo puede poner tantos huevos un animal tan pequeñito y tu te preguntarás lo mismo. Te preguntará si son liendres o liendras, y entonces pensarás que debiste haber buscado en internet antes de sentarte.

Y ese día, si tienes suerte, tal vez termines con un montón de piojos en un vaso y escuches, además, que aquel pequeño te dice que lo que le gusta es saber que si algún día le vuelven a dar piojos entonces él y tú se sentarán de nuevo a leer, juntos, mientras tu acaricias su cabello.

domingo, noviembre 26, 2017

Pedro Ruiz

En Samaguan, un pueblo fantástico olvidado de Dios y del diablo en la costa colombiana, la gente se muere de vieja y de contenta.
Lo primero es culpa de la muerte, que aunque tarde nunca olvida y siempre llega.
Lo segundo es culpa de Pedro, un pintor que por las noches se imagina el pueblo que después pinta.
En sus cuadros están pintados todos, aunque a simple vista no sea fácil distinguir a ninguno. Desde Doña Carmenza, esa matrona grande y vieja que con sus caderas tapaba el sol que caía sobre sus hijos hasta Gregorio Marañón, judío de ascendencia francesa que manejaba la tienda del pueblo aunque en secreto soñaba con poner una venta de flores.

No pasaba un día sin que la felicidad de los cuadros de Pedro causaran sonrisas y estragos, porque don Pedro sabía que toda sonrisa tiene dentro algún desastre oculto.

"Don Pedro, dice mi mamá que si por favor le manda el cuadro de las margaritas amarillas, que Carola amaneció con dolor de espalda y no se ha podido levantar"
"Don Pedro, pregunta Jacobo Tapias que si le puede prestar el cuadro de la barca con pescados, ese que da buena suerte antes de salir al mar"
"Don Pedro, que doña Azucena y su marido despertaron otra vez con ausencias. Que si será que usted los puede pintar cuando eran jóvenes a ver si se enamoran“
Y don Pedro pintaba con la ansiedad del que busca lo perdido, laberintos en el alma.

La fama de don Pedro había recorrido ya toda la costa, a tal punto que con el tiempo comenzaron a llegar pedidos de la otra punta del país.


"Don Pedro, que si sería usted tan amable de pintar un cuadro con un faro y un mar en calma. Es que hay unos hombres que se perdieron en el agua desde hace una semana y sus mujeres los llaman llorando"
"Don Pedro, que si por favor le pinta a don Evaristo una casa grande porque la Juana está embarazada otra vez y van a necesitar otra pieza"

Y aunque no era mago, genio de lámpara o dios de antaño, don Pedro pintaba y los hombres volvían, las casas crecían, las mujeres se sentían jóvenes y los desplazados encontraban hogar, tierra y refugio con sólo ver sus cuadros.

Un día Don Pedro pintó un cuadro grande, con una piragua, un bosque y una mujer que desde lejos lo llamaba. Pintó un remo pero no pintó barquero.

Cuando a medio día sonó la puerta de la casa y un niño quiso decirle la razón del día, no encontró más que la casa vacía, y en la sala un caballete con el cuadro.

Es una historia vieja, que ya no cuentan mucho. Para ser honestos ya nadie habla de eso, pero aún hoy y sin que nadie medie palabra todos se turnan para poner en esa casa comida y flores, para limpiar un poco y tender la cama con sábanas limpias. Todos saben que cuando don Pedro vuelva de su viaje seguro llegará con la mujer del cuadro.

Del niño de la historia, ya mayor de edad, se sabe que todos los días visita la casa, y desde la orilla por la que vio comenzar el viaje de aquella piragua dice sin que nadie oiga: 
"Don Pedro, ¿Cuando vuelva me puede enseñar a mi a pintar?"

domingo, noviembre 12, 2017

Storyteller

Entro a una reunión. Es la quinta o sexta del día, ya he perdido la cuenta. Alguien se levanta, saluda y pone orden. Me presenta: el es Daniel Naranjo, el storyteller que ha venido a acompañarnos, el experto -dice- en aquello del storytelling. Yo sonrío, un poco incómodo, sabiendo que hablan de mi pero sin reconocerme en lo que dicen. 

Es mi turno. Dudo. Me confieso. Yo no soy storyteller. Cuando empecé en mi oficio no existían esas palabras (tan complejas, tan extrañas, tan robadas) para nombrar lo que yo hago. Soy un contador de historias, un narrador. Soy el cuento que escuchan los niños en la cama, justo, antes de dormir. Una parte de imaginación habitada por historias fantásticas que al nombrar se vuelven realidad. ¿Storytelling, me dice? No creo saber de aquello. Tan solo gusto de jugar con las palabras, con las dulces, con las cortas, con las exactas. Con las que suenan como un murmullo, con las que gritan y reclaman, con las viejas que ya nadie usa pero que siguen pegadas en mi memoria como una caricia que suplica por no caer en el olvido, con las precisas, esas que se ocultan entre los pliegues de una idea, con las propias, con las prestadas, con las ajenas que aún espero conocer. Me deleito con palabras inventadas que no requieren explicación. Soledansia, tristesencia. Me gustan las palabras que significan, las que nombran, las que describen, las que vienen acompañadas por un buen silencio. 
¿Storyteller? No lo sé. Bien pensado tal vez mi oficio sea el de la costura, el de tejer palabras unas con otras para crear abrigo, lucir virtudes o esconder defectos. O tal vez sea jardinero y lo que haga sea sembrar palabras en los otros que, si se tratan con cuidado, algún día se convertirán en historias nuevas. O tal vez soy inventor. O malabarista. Qué se yo...

La sala se queda en silencio. El ángel que porta las palabras se pasea entre las sillas. Unos y otros se miran. Se cruzan sonrisas, primero tímidas y luego francas. En los ojos, por fin, aparece la esperanzas. Entonces, sólo entonces, estamos listos para empezar:

Había una vez, hace mucho tiempo...

jueves, octubre 26, 2017

Cotidianidades (VII)

Camino por una calle del poblado, un barrio de clase alta de Medellín. Frente a mi dos mujeres que algunos nombrarían “bien“ caminan. Entre paso y paso hablan y yo escucho.
»... Y entonces me dijo “párate de frente, yo te valoro“
* ¿Pero con ropita o sin ropita?
» No, así vestida... pero luego me dijo “súbete la blusa yo miro“
* ¿Y qué dijo?
Entonces llegan al semáforo que cambia de color y ellas cruzan la calle en una sola carrera. Yo me quedo detrás y un lento y pesado río de carros nos separan.
No supe como valoraron a aquella mujer que caminaba. Bien pensado, no supe nunca si hablaban de una cita médica o del casting para una película porno, de cirugía plástica o de modelaje.
Me quedé con la calle, con la duda, y con una historia sin final. Siempre he odiado las historias inconclusas.

lunes, octubre 23, 2017

Cotidianidades (vi)

» Hoy el mar está tranquilo
+ ¿Por qué lo dices mi niño?
» Estuve escuchando con mi caracola en el oído, y no se escucha que haya tormenta.
+ Tienes razón mi niño dulce: en tu mar no habitan tormentas.

Algún día, tal vez, le contaré lo que suena en aquella caracola. Pero hoy, en su voz, yo también escuchó un mar en calma.

sábado, octubre 07, 2017

Cotidianidades (V)

Yo tuve una infancia de pantalones rotos.

Supongo fue una infancia buena, porque los pantalones rotos y las rodillas raspadas han sido siempre innegables testigos de aquellas aventuras que bien merecen un cuarto de hora o dos entre remiendos. Fue también una infancia de pantalones de botas descoloridas, pues mi madre me compraba unos jeanes largos y las botas las doblaba y guardaba hacia adentro. Cada cuatro o cinco meses descosía el dobladillo y aquel pantalón quedaba ahora con una franja de color debajo.
Así iba yo al colegio, con las rodillas de mi pantalón cosidas y las botas en franjas de distintos tonos de azul. De claro a oscuro, según el momento del año. Aquellos pantalones fueron durante mucho tiempo los mismos que usaba en casa. Porque había niños que tenían 5, 6 o incluso 10 pantalones y cuando salían de estudiar se los cambiaban y se ponían otros. Pero mi casa no era de esas y los pantalones debían durar más tiempo, y soportar aquella doble vida de estudiante y niño que vivimos todos, o por lo menos la mayoría. No me quejo de mi infancia. Siempre tuve pantalones.

Hoy, con 39 años, me he sentado en una mesa a poner un parche en los pantalones de mi hijo. El también tiene trofeos y raspones en las rodillas. El también es un niño de pantalones rotos y de parches. Con la aguja en la mano, a venido a mi memoria la infancia y los recuerdos de aventuras. Entre recuerdos estuve a punto de sonreírme...

El problema es que cuando estaba a punto de recordar aquella atracción magnética irrefrenable que el piso ejercía en mis rodillas se me ha aparecido el rostro de la coordinadora académica de mi colegio.

La recuerdo de aquel día que me hizo parar frente a todos porque no llevaba bien el uniforme, porque a pesar de mi camisa por dentro y mi correa apretada, mi pantalón tenía un parche en la rodilla que mi madre me había puesto.

- "Parche en la rodilla y botas desteñidas", dijo frente a todos.

Recuerdo la cara de mi madre cuando esa tarde le conté que me habían sacado del salón por mi pantalón. Yo, alumno de buenas notas que desde niño amaba estudiar. Yo de jeans azules rotos.

Recuerdo que le dije que la coordinadora había mandado a decir que "si es que acaso no tenía plata para comprarme unos blujeans carrel del éxito". La verdad es que no, no había, pero mi madre siempre se las arregló para que yo tuviera pantalones y lonchera. Imagino mi madre haya pedido prestado el dinero porque también recuerdo al día siguiente llegar a clase con pantalones nuevos y una promesa recién hecha: aquellos pantalones me iban a durar todo el año sin rotos en las rodillas.

Y así, mientras pongo un parche en el pantalón de mi niño, recuerdo a esa coordinadora.
Puede que usted no se acuerde de mí, señora coordinadora, pero yo si me acuerdo que usted, por un parche en mi rodilla, mató de golpe la infancia que yo todavía tenía.

miércoles, octubre 04, 2017

Microcuento (iii) - Displicencia

Se miraron con honesta displicencia y entonces el hombre en el espejo bajó la mirada. No soportaba ver aquello en lo que el dueño de su imagen se había convertido.

sábado, septiembre 30, 2017

El Faro



Adentro Me abandona la última luz del día La oscuridad lo envuelve todo. Ya no hay dioses que marquen el camino. Nunca los ha habido. Se ha dado mi alma por vencida Juguete de un cruel destino De azares y de olvidos De golpes y desprecios. No queda nada más que el espíritu caído En el abandono dulce de la derrota. Aquí estoy Barco de papel en la tormenta de un mar enrarecido Capricho de la marea Naufragio de antiguos navíos Ruinas de un mar por la cólera poseído. Al cielo levanto los ojos Y allí lo veo Faro que da luz a la tempestad de mi morada: Hacia vos remo.

viernes, septiembre 29, 2017

Microcuento (ii) - La bruja

En el pueblo, Graciela tenía fama de ser una bruja que adivinaba el futuro. Nadie conocía su secreto: en los días invocaba fantasmas, en las noches evocaba los recuerdos de amores que no fueron.

martes, septiembre 12, 2017

Cotidianidades (IV)

Anécdota cotidiana:

Salgo de clase y viajo en el metro. Somos mil pero la mayoría viaja sólo. Al llegar a la estación camino rumbo a unas escaleras. Entonces la escucho. Una madre que le dice a su niña:

+ No te preocupes, para ir a Urano tendríamos que ser astronautas, y ninguno de los que va en este metro es astronauta.

Yo me sonrío. Pienso. Espero. Es un impulso. No la conozco. No sé de qué hablaban. Una idea que crece hasta que las palabras salen solas de mi boca. Decido controlarme pero ya es muy tarde.

- Todos somos astronautas en realidad, digo.

+ ¿Tu eres astronauta? porque nosotros no somos, dice la madre

- Si, también lo son. Estamos en el mejor viaje espacial del mundo. La nave en la que viajamos es el planeta entero. Recorremos el espacio a miles de kilómetros por hora. Nosotros somos los astronautas, esta nuestra nave y ese es nuestro viaje.

Ella me mira y se sonríe.

+ Si, visto así, somos astronautas también.

Yo sigo bajando las escaleras. Ella también. Llegamos al primer piso. Los tres sonreímos. Yo sigo mi camino. Ellas el suyo.

Astronautas todos.

domingo, septiembre 10, 2017

viernes, septiembre 08, 2017

Lengua

Meto mi lengua en tu boca
Un abrazo húmedo
Un baile de pareja

Recorro tus labios y busco tu cuello
Lento

Me deslizó por la piel
Un recorrido por caminos que ya conozco
Pliegue a pliegue
Línea a línea

Me distraigo en la curva de tus senos
Me encuentro
Desemboco en tu ombligo
Sigo.

Meto mi lengua entre tus labios
Baila sola
La rodea tu piel carnosa
Arroyo y río

Bendita lengua
Coqueta lengua
Inquieta lengua

Entonces tiembla
Te Doblas
Te desdoblas
Y mi lengua aprieta

Paras
Respiras
Respiro

Meto mi lengua en tu boca
tu lengua la invita a bailar.

domingo, septiembre 03, 2017

Árbol



Hoy he estado mirando papeles viejos. Entre ellos han aparecido, juegos y dibujos, ensayos, búsquedas y algunos abandonos.
Sobretodo eso: Abandonos. Historias que no fueron, dibujos que nunca terminé. Cuadros que no fueron.

A veces el cajón de sastre es un poco la metáfora de la vida misma. Un peregrinar de historias inconclusas, de puntos suspensivos que no terminan de contar, de cosas que siendo no lograron ser del todo.

He encontrado este cuadro en el fondo del cajón, escondido en una bolsa.
Un árbol clavando sus raíces en el pasado.




***

Nombre: Árbol
Técnica: Crayola sobre cartón paja
Año: 2015 (o cercanos)




jueves, agosto 17, 2017

El navío.


Hay un barco perdido en la tormenta 
un navegante en un mar desconocido. 

Las noches son todas un silencio 
   como antiguas despedidas 
    que lo dicen todo 
     sin decir palabra. 

Hay mañanas que no llegan 
ayeres que se quedan 
   y se repiten
  y vuelven
 y regresan.
    
Días que son uno siendo otro
   que de ser no cesan
     que de pasar se cansan.

Y aquí estoy,
timonel de un buque de fantasmas
      de memorias perdidas
     de sucesos olvidados
    de palabras que sin nacer se ahogan en el silencio
                      enorme e infinito
                           de las estrellas que no llegan. 

Hay un azul que no sé si es cielo
        o mar.
Hacia él camina el tiempo
 sin amarres
  sin anclas
    ni aparejos
  sin redes
sin caminos.

Un navío de mares perdido.

jueves, agosto 10, 2017

Paisaje


Una vez leí que cada árbol es en realidad un bosque.
Me contaron que cada camino es en sí un destino.

Un amante de los viajes me repetía con frecuencia que el cielo no es más que el comienzo
y que las montañas (de colores a lo lejos)
no son otra cosa que un nuevo horizonte abriéndose camino.

Me dicen con frecuencia que debo viajar más.
     que el paisaje está en los ojos
         que es el corazón el que mira
             que la belleza esta siempre allí, afuera...

Me dicen muchas cosas los amantes de la vista y del paisaje.

¿Cómo los convenzo a todos ellos de que la belleza siempre ha estado es en sus ojos?

sábado, julio 29, 2017

Cotidianidades (III)

A mí se me acabó la adolescencia de golpe, en un supermercado hace un montón de años. Un día, aún no sé cómo ocurrió, iba caminando entre las diferentes secciones cuando de repente me encontré en medio del pasillo de los enseres de cocina. No corrí en un intento de escape desesperado (lo cual seguramente ya era un indicador de edad) sino que me quedé allí, casi quieto, medianamente inmóvil. Frente a mí se hallaba un pequeño sartén. Delicado y elegante. Una obra de arte de la ingeniería culinaria. Pensé, recuerdo, que nunca había visto que bonito resultaba aquel simple artefacto.

Pucha, de golpe me cayeron encima los años. Game Over. Fin del juego. En la pantalla apareció “the End”.

No sé a quién diablos le dio por poner, escondido entre las ollas, algo así como un “disparador de conciencia de edad propia”. Durante años pensé que eso sólo me había ocurrido a mí. Que había sido un momento único e irrepetible de descubrimiento propio. Es lógico, me imagino, que cada persona tenga su propio recuerdo específico del día y la circunstancia particular por la cual descubrió que la juventud había terminado. Yo tendría ese, de las ollas, y san se acabó. No más filiaciones ollístico-temporales. No más relaciones olla-edad. Pero hoy, ¡hoy!, hace sólo unos minutos, descubrí que las ollas, las malditas ollas, se han confabulado.

Porque mientras cocinaba, hora de la cena, decidí ensayar con un plato nuevo. Nada complejo, simplemente una receta que no había preparado antes y entonces bajé la cabeza y en vez de tomar una pieza cualquiera de mi pequeña batería de cocina tomé una olla en particular. Esa que compré una vez en un viaje. Esa que uso mucho pero que hoy, de golpe, descubrí que es mi olla favorita.

Fue algo así como una epifanía de teflón. Un descubrimiento propio con mango de madera. Una confirmación con alma de aluminio. Porque otra vez me di cuenta que se pasaron los años. Que la juventud esa con la que llamamos a la adultez primera no es más que una mentira. Que ya estoy grande y siempre, cada día, estarán allí las benditas ollas para recordármelo.

Y recordé también que mi mamá tenía una ollita. Un perol pequeño que veía yo en la infancia. El teflón se le caía ya a pedazos, y creo no había desayuno en el cual no comiéramos huevo debidamente fortificado con trazas de aquel metal. Pero ella seguía con su perol, todos los días puesto sobre la estufa. Seguramente ella pensaba que cuando aquel perolcito muriera se le acabaría de golpe alguna juventud (falsa también) con la que nombraba a los 40.

Voy a llamarla a preguntarle, pero antes creo guardaré mi ollita. No es por nada, aclaro, pero prefiero evitar que algo malo le pase.





sábado, julio 15, 2017

Cotidianidades (II)

A riesgo de sonar repetitivo, a mi también me hace llorar la cebolla. Algo debe estar mal con la maldita. Tal vez abusaban de ella cuando era un pequeño retoño, o tal vez sea una suerte de crueldad interna, algo innato que la lleva a actuar así.

Hace unos años cuando comencé a vivir sólo pegaba a veces, en la noche, mi oído a la nevera. Cuando el motor dejaba de sonar se escuchaban dentro los murmullos. Escuchaba sus gritos sofocados y luego los llantos también ahogados de otros vegetales. Lloraban los tomates y la lechuga. Se que era todo culpa de ella, de la cebolla, a pesar de que la puerta estaba cerrada. Al abrir el cajón de las verduras todas tenían su olor. A veces se expandía a otros cajones. Una vez incluso el agua llegó a tener aquella presencia invisible a los ojos pero completamente innegable. Porque ella, lo sé, se había pasado molestando a todas con esa infinita crueldad, esa malicia obvia que se interna capa tras capa, cada vez más profunda, más adentro, contenida a la espera de salir.

Hoy en día la guardo siempre separada. Uso un recipiente aparte, de aquellos de cerrado hermético que no permiten que se abra desde adentro. Cuando la saco suelo partirla casi con la misma sevicia que ella ha demostrado con los otros. Es creo la única tortura que he realizado en la vida. Cortarla en cuadritos pequeños, casi diminutos, imperceptibles a la boca. Pero ella insiste y ejecuta su venganza.

Porque sabe que mientras más veces la corte, con más fuerza me hará llorar. Porque sabe, que cuando empiezo se me vienen de golpe otras tristezas. Y entonces nunca paro de llorar.

martes, julio 11, 2017

Cotidianidades (I)

Hay un momento del día en el que los que vivimos en alguna gran ciudad podemos observar en un instante todas las emociones del ser humano, pero sobretodo sus desilusiones. Es un momento breve, ya lo dije, que suele durar 10, 15 o a lo sumo 30 segundos. Varía según la ciudad y la hora. No hablo del noticiero, ese reino del miedo y la maldad humana. Hablo de aquellos segundos en los cuales se abre, en una estación cualquiera, la puerta del metro.

Hay quienes no ven nada, sentados mirando la pantalla de su celular como si fuera aquella una ventana propia a un mundo ajeno. Los que aún abren los ojos suelen compartir miradas y ver rostros que de otra manera jamás verían.

Hay caras que siempre se repiten, por ejemplo la de la decepción. Hoy la vi en una mujer que observaba el metro con esperanza, pero al ver la puerta abrirse descubrió que no tenía forma de ingresar. Decepción chiquita, dirán algunos, pero quien sabe que historia tendría ella que abordar. No hay decepción peor que la de llegar tarde a la historia propia.

También está siempre el rostro del desconsuelo. A veces se ve en quienes ya llevan 3 o 4 vagones en los que no pudieron entrar. Tantas decepciones juntas que llegan a ese rostro. Pero hay otros casos, esos son los peores, en los que el desconsuelo llega por acumulación de desgracias, porque antes, al despertar, alguna tragedia se posó sobre los hombros. Es entonces cuando un simple metro, se vuelve la comprobación de que la vida no pasa por buen momento. A veces basta un metro para entender todas las desgracias propias.

Hay algunas personas que piensan que fueron elegidas como guardianas de alguna suerte de comodidad invisible. Son los que se hacen en la puerta y no permiten que nadie ingrese. Suelen mirar con cara de malos perros, de malas pulgas, de pocos amigos. Esos en realidad son los peores. Son malas personas. Todos aquellos que los conocen dan fe de eso en la intimidad del secreto.

También suele estar allí, benditas sean, mujeres que tienen una suerte de complicidad en la mirada. Son aquellas que ves desde lejos, qué te miran a los ojos, que te sonríen con aquella sonrisa secreta en la cual sobran las palabras. Ésas son aquellas que nunca dicen nada pues su sonrisa ya lo dice todo.

No puedo evitarlo, yo siempre me enamoro de esas.

Quizás por eso a veces en el metro me siento triste sin motivo, porque sé por dentro, en lo más profundo, que cada viaje es la promesa de un amor que nunca fue.

jueves, julio 06, 2017

Una pensión de mala muerte

Lo mío es un problema de ruido. Leí por Internet que se trata de un trastorno de personalidad múltiple con modificaciones asintomáticas, lo que viene a traducirse en palabras simples en que soy un bicho raro. Porque eso de las personalidades múltiples funciona de manera más o menos ordenada. Un día se es una viejita amable y muy decente, al otro un asesino en serie. Además, y eso es maravilloso, normalmente no se conocen. Si lo hicieran la viejita regañaría al asesino y le prohibiría hacer esas cosas con puritica voz de madre. Pero no, no se conocen. No saben lo que el otro hace porque suelen ser así, ordenados y juiciosos. Primero aparece el uno, va y hace lo suyo y luego llega el otro. 

Y lo mío no es eso, claro que no. A mi se me aparecen todas al mismo tiempo. La maldita vieja y el asesino en serie, el anarquista que sólo quiere ver el mundo arder y el joven responsable que sólo quiere salir adelante con un buen trabajo. Y se pelean, claro. Porque todos saben lo que está haciendo el otro. Se crean pequeñas guerras barriales, como si fueran pandillas de película de bajo presupuesto. Hay un escritor bohemio, que sueña con publicar un libro de poemas y se la pasa escribiendo cuentos de dudosa calidad. El muy idealista no sabe de negocios, de editoriales, de canales de distribución. El yupi que se cree gerente y que dice saber de eso podría ayudarle si quisiera. Pero ese par se odian a muerte. Creo fueron ellos dos los que comenzaron la guerra interina, pero ya no me acuerdo. Esa parte de mi memoria la tiene en comodato un viejito bonachón que hoy sufre de alzheimer y aunque era muy respetado ya nadie le consulta nada. El joven responsable no sabe tomar partido. Quiere ser como el yupi ese, exitoso, con buen cargo, respetado, pero también admira secretamente al bohemio artista, aunque está convencido que va a caerse muerto de hambre el día menos pensado. La viejita los quiere a todos como si fueran hijos, y sufre mucho con tantas peleas. El anarquista es para ella el hijo bobo que hay que cuidar porque ella sabe que él quiere ver arder el mundo con la esperanza de que algo bueno salga de las cenizas. Y también sabe que nunca va a tener éxito. El asesino en serie es el más callado de todos, y eso francamente lo agradezco. No es un mercenario, lo cual me gustaría aún más porque sé que el yupi le pagaría por matar a todos y quedarse solo. El anarquista también quisiera contratarlo, pero no le alcanza con la platica que le da la viejita amable cada semana. Además sospecho el anarquista quisiera que el asesino lo matara a él primero, lo que seguramente no disfrutaría porque existe un cierto afecto entre homicidas y anarquistas. De todos es el niño el que más sufre. No entiende por qué se llevan tan mal los unos con los otros, y de no ser por la mujer nudista y medio puta que le habla desde el lóbulo frontal seguramente ya se hubiera ido a cualquier otro cerebro. Todos le tienen ganas a esa mujer, pero ella no quiere nada con nadie sino algo con todos. 

Creo existe una madre cabeza de familia entre todos esos. No habla mucho, o por lo menos eso parece. La escucho sobretodo por las noches cuando hace cuentas de cómo llegar a fin de mes porque su jefe no le paga el sueldo hace dos meses. Es por la crisis, dice. Al jefe no lo conozco. Ese no vive en mi cabeza afortunadamente, aunque no dudo que él y el yupi se entenderían de inmediato. Estoy seguro que si la madre no estuviera siempre tan angustiada y si pudiera disponer de un poco de tiempo cogería trapera y escoba y limpiaría un poco todo el mugre que llevo dentro. Pero no tiene tiempo, ni fuerzas, ni plata para comprar un buen cepillo. Por lo que sé, quisiera dejar a su hijo con la viejita mientras se va a trabajar, pero el niño es rebelde y grosero con la madre y prefiere irse donde el poeta pobre que no le da comida pero le enseña a hacer avioncitos de papel. 

La última vez que fui al psicólogo me decidí a contarle todo eso. Era necesario, les dije a todos, porque si seguían así me iban a enloquecer del todo. Esperaba el doctor me internara o por lo menos me mandara alguna pastilla que los mantuviera en silencio por un rato. 
Me miró desde la silla al lado del sofá y me preguntó si había otros. Le dije que si, que eran más, que mi cabeza parecía una pensión de mala muerte en la que los inquilinos llegan y nunca se van. Que a dios gracias el asesino ejercía una suerte de control de población.

El tipo ese me miró. Se tocó las gafas y me dijo que lo mío era normal, que así eran todos los que el conocía. Que para mí no había pastillas ni góticas de valeriana. 

Entonces todas las voces de mi cabeza entendieron exactamente lo mismo al mismo tiempo: ese tipo estaba más loco que una cabra. 

Por cierto, tengo cita de nuevo el lunes.

lunes, julio 03, 2017

VIOLETA

Violeta es adicta a coleccionar palabras. Todo comenzó cuando, años atrás, le regalaron un poco por error y un poco por azar, su primer diccionario.
Violeta dice que en su casa nunca había que leer, y cuando a los 8 años pidió un libro para su cumpleaños, su madre, que leer nunca había aprendido, fue a una librería y pidió algo que tuviera muchas palabras. Nunca se supo si el librero era un ángel disfrazado o un demonio distraído, pero a la madre de Violeta le fue dado un diccionario.


¿Y esto tiene muchas palabras? - Preguntó la madre.
¡Las tiene todas! - Respondió el librero.


Desde entonces Violeta colecciona palabras. Pero no las colecciona por orden alfabético, sino que las acomoda por su significado. Dice que "así es más claro", porque en vez de  buscar qué significa la palabra busca aquella que representa lo que el alma quiere decir.

De todas sus palabras, las que más atesora son aquellas que en ningún diccionario de aquellos que pueden ser comprados aparecen. Gusta de palabras como soledansia (aquella soledad ansiosa) o tristesencia (aquella tristeza que da la ausencia), pielzura (que es el sabor dulce que toma la piel después de amar) o amarsancio (que es el cansancio que queda después del amor).

Salvo para sus amores, las palabras que Violeta pronuncia resultan incomprendidas. Pareciera que es una mujer que habla en lenguas extrañas y olvida las reglas básicas de la gramática. No le importa poner el sustantivo antes o después del artículo, el adjetivo primero o vez tal después, verbo persiguiendo pronombre artículo y del debajo color por...

Pero no importa que no comprendan sus palabras, porque invariablemente comprenden su intención. Cuando Violeta habla sus palabras significan siempre. Y quien las escucha tiembla y se enamora.

VIOLETA


VIOLETA
Dibujo en carboncillo sobre papel Edad Media.
Ilustración para un cuento del mismo nombre.

martes, junio 27, 2017

VALENTINA

Si algo tenía Valentina era voz. Y carácter. Pero hablemos mejor de su voz, que a todos asombraba. Quienes la conocían decían que cantaba como los ángeles, aunque si algo es seguro es que ninguno de los que la conocían había escuchado jamás a un ángel cantar. Su voz distaba de ser coherente con su edad y mucho más con su cuerpo mal formado. Vestía sencillo, sin bolso o accesorio. Solo llevaba una cruz que le había dado su madre antes de dejarla en la calle para que se ganara la vida. Tan pesada era que prefería llevarla en su mano que amarrada al cuello.

Valentina creía que el mundo iba a escucharla siempre, así que hizo de la calle su teatro, y de los buses su escenario. Cantaba por monedas, aunque lo que ella quería era que en realidad alguien la descubriera. Pero los descubridores debían estar en otras rutas y las monedas en otros bolsillos, porque cada vez menos recibía. Sin embargo, de lo último también ella era culpable. No cantaba canciones de amor ni baladas de las que suenan en la radio. Valentina cantaba tangos. Pero tampoco eran tangos dulces, o por lo menos seductores. Eran tangos contestatarios, rebeldes, crueles y descarnados. Valentina sentía que esa era su vida, y esas las historias que debía cantar. Pero nadie da monedas a quien solo tiene historias tristes, aunque su voz parezca la de un ángel.

Con los años, su voz no cambió, aunque su cuerpo se formó mejor. Entonces la descubrieron. O eso le dijeron. Que fuera tal día a tal hora a una audición. Allí estuvo, puntual como siempre. No llevaba bolso, ni siquiera aretes.
Valentina cantó. Un tango. Luego dos. Frente a ella unos ojos fríos la miraban. Un momento después observó cómo aquel hombre con ojos que congelaban se acercaba a ella y le ponía el brazo en torno al hombro. Sintió en aquella mano la contundente certeza de que aquel descubridor no quería descubrir su voz sino su cuerpo debajo de las ropas. Entonces ella no cantó más. 

Si algo tenía Valentina era voz. Y carácter. Y su carácter no iba a dejar que abusaran de ella. Usó la cruz, esa que le dio su madre, y la clavó certera en el cuello de aquel hombre. Se quedó allí, mirando, viendo como la vida se escapaba con la sangre. Una mancha roja sobre un piso de color gris. Un olor. 

Entonces al fin se alejó de la habitación. Y mientras caminaba se sonrió. Acababa de pensar un tango nuevo que cantar.

VALENTINA


VALENTINA
Dibujo en carboncillo sobre papel Edad Media.
Ilustración para un cuento del mismo nombre.

jueves, junio 22, 2017

¿Sufrirán de insomnio los centauros?



A veces me pregunto si sufrirían de insomnio los centauros
Quizás en las noches, cabeza y cuerpo discutían.
La luna, desde lo alto, vería aquella parte de caballo que lo único que deseaba era salir a galope, llamado por praderas y por campos.
También vería, alta en el cielo, aquella parte de hombre que se cansaba de pensar, que contener ya no podía y que, sin embargo, insistía.
Ceder, quizás, sería perder el último asomo de humanidad.

O tal vez el insomnio sería otro.
La cabeza pensaría en cosas por decenas. Cosas mundanas, por supuesto. Qué habría de comer mañana, si acaso en algo podría trabajar, si de algo podría vivir un día más. Si quizás, a pesar de aquel extraño cuerpo alguien habría de darle promesas de futuro.  La parte de animal seguramente se iría a descansar, agotada de sus trotes sin sentido.

Es posible que en algunos, caballo y hombre hubieran dejado de pelear. Tal vez correrían juntos. Tal vez juntos hubieran dejado de correr. Tal vez aprovecharían la noche para jugar con la sombra y verse tan solo como caballos, o tan solo como humanos (qué mas da....) O tal vez, solo tal vez, algún centauro se habría aceptado como lo que es.

Es posible, insisto, pero no probable. Porque mientras cabeza y cuerpo se pelean no escuchan aquel corazón cansado que una noche cualquiera se cansará de galopar.

miércoles, junio 21, 2017

Nombres de mujer

Durante las últimas semanas he posteado en estas Soledades algunas imágenes y textos con nombres femeninos. Son parte del último proyecto que he hecho público "NOMBRES DE MUJER".

Es un proyecto que, en realidad, cuenta ya con varios años encima pero que nunca había hecho público. Cuenta la historia de un montón de mujeres que me han regalado historias. Algunas se han cruzado en mi camino y hemos compartido un espacio de la vida. Otras sólo se cruzaron en el camino y me regalaron la historia que aquí cuento.

Como son historias que tienen una vida propia también un espacio propio les he dado.



Allí, cada lunes y durante cerca de medio año estará publicada una historia nueva cada vez. Pasado ese tiempo, cada cuento quedará allí, con cierta vana ilusión de eternidad.

Mi recomendación para los lectores es que busquen y lean las historias directamente allí. Aquí, en Soledades, también estarán puestas como un repositorio de la mayoría de mis búsquedas artísticas, pero allí estarán escritas y presentadas de manera especial, como creo se merecen.
Así que ya saben: Estan todos invitados.




lunes, junio 19, 2017

CÁNDIDA

Desde niña, Cándida soñaba con sonidos. Dormida, escuchaba sonidos como los demás veían colores. Era de una belleza simple, dulce, un poco pequeña (petite decía ella), y con una sonrisa que iluminaba todo, sin importar que fuera noche cerrada.

Temprano en la infancia se vio ocupada por la vanidad. Su preocupación no tenía mucho que ver con el cuerpo, sino con la voz, con lo que decía, pero sobretodo con el cómo lo decía. Se preocupaba por tener una melodía en sus palabras, por duras que ellas fueran. Al primer descuido de sus padres comenzó una estricta dieta. Solo se alimentaba con instrumentos musicales.

Dependiendo de la hora elegía el instrumento que iba a comer. Si era de almuerzo se dedicaba a comer instrumentos grandes, incluso pesados. A la comida se iba por instrumentos más livianos como un oboe o un clarinete. Y de desayuno se iba por lo frugal: un pícolo, un triángulo, uno que otro violín.

Con el tiempo fue aprendiendo a acomodar su estómago a su régimen de alimentación. La cosa cambió de sonido cuando al llegar a la adolescencia la atacó el hambre que solía llegar con la edad. Ahora era capaz de comerse un piano entero y completarlo incluso con algo de violonchelo. Su apetito, por esas épocas no era coherente con su apariencia de mujer petite...

Con el tiempo su cuerpo fue cambiando. Era lógico dada su compleja alimentación. Su voz siempre fue melodiosa, eso sin duda. Pero su cuerpo era... bueno, digamos que poseía una extraña armonía. No tenía forma de guitarra, ni de violín. Sus piernas eran más bien gruesas como la boca de la tuba. Su vientre apretado como el cuero de un par de timbales bien afinados. Sus dedos eran largos como el arco que tocaba la viola. Y su cabello era blanco. Y negro. Y blanco. Y negro otra vez.

La buena de Cándida consiguió trabajo en una orquesta. Cantaba, claro. Pero cuando los demás músicos vieron su dieta toda la orquesta se revolucionó. Ya ningún músico dejaba su instrumento solo, ni siquiera en los breves recesos que tenían entre ensayo y ensayo. Hasta al baño comenzaron a llevar sus instrumentos, con tal de mantenerlos lejos del apetito de Cándida. La peor parte la llevó el pianista, pero el percusionista y el contrabajista también llevaron lo suyo. Debían esperar a que Cándida saliera para vigilar que no fuera a comerse una baqueta, o a robarse el arco, o quizás un par de teclas.

Un día el hambre de Cándida al fin se calmó. El viejo director de la orquesta descubrió que lo que Cándida necesitaba era comer la batuta que, por dentro, iba a ordenar la orquesta que ella era.

CÁNDIDA


CÁNDIDA
Dibujo en carboncillo sobre papel Edad Media.
Ilustración para un cuento del mismo nombre.

lunes, junio 12, 2017

MAYRA

Mayra vivía entre hilos y telas. Enamorada del tejer y del telar, soñaba con que el cielo no era más que un enorme tejido negro del cual en hilos de oro habían bordado estrellas. Un sueño cliché sin duda, pero al menos un sueño propio.

Todo comenzó al momento de nacer. Su madre había sido costurera y de pequeña la arrullaba poniéndola justo al lado de una vieja máquina de coser Singer que nunca había faltado a su trabajo. Al rítmico sonido del motor Mayra conciliaba el sueño, en una canasta ablandada con retazos de tela que su madre guardaba con la esperanza de, algún día, hacer un vestido de colores para su dulce niña. Con el paso de los años, aquel vestido fue creciendo, agregando nuevos retazos mientras la propia Mayra alcanzaba más centímetros que su madre dibujaba detrás de la puerta. Con cada centímetro una nueva franja, con cada acontecimiento un nuevo trozo de color, una nueva historia que adornaba aquel hermoso vestir. Durante toda su infancia, y gracias a aquel ritual casi secreto con su madre, nunca faltó a Mayra que ponerse. Pero pocos años después lo que faltó fue tener a su familia más tiempo con ella. El padre se había ido antes de nacer, y a su madre la visitó la muerte antes de tiempo, justo cuando Mayra se convertía en ese nudo que envuelve todo en la adolescencia.

Comenzó a trabajar en una fábrica de ropa, pues de algo debía ella vivir. De mañana nunca la veían salir de casa, y en las noches los vecinos tampoco la veían llegar. Si alguien encontraba que Mayra estaba en la calle, solo podría afirmar que estaba en el camino, sin nunca saber si iba o si acaso regresaba.  Hablaba poco, y quien la escuchaba nunca encontraba en el hilo de su historia alguna de sus puntas, ni la del principio ni la del final. Mayra lo prefería así, pues no quería de nuevo quedarse sola sin una historia, sin alguien que la escuchara hablar.

Un día se volvió mayor de edad y los demás comenzaron a hablar a sus espaldas como suelen hacerlo los adultos cuando se enfrascan en ridículas discusiones de punto cadeneta chisme. Afirmaban que Mayra era complicada como un carrete de hilo suelto o más bien como un ovillo, o tal vez como una madeja, como aquel montón de hilos que su madre (que en paz descanse) manejaba. Algo de razón tenían, pues cada uno de sus actos era un nudo permanente. Incluso en el amor, pues siempre amaba sin principios ni finales. Amaba como el nudo que era ella.  Amaba eternamente.

Cuando se desnudaba parecía que se dejaba la vida en cada prenda que resbalaba de su cuerpo. Los botones se zafaban uno a uno. Quitaba el broche de su sostén con tal lentitud que a veces parecía que no se movía en absoluto. Los retazos de su vestido parecía que se abrían costura a costura con una parsimonia tal que no podía saberse si la ropa en realidad se hacía o se deshacía. Mayra quería que aquel instante durara por lo menos un par de eternidades, que en la madeja que ella era no fuera a entrar ninguna tristeza, ninguna soledad. Al momento del amor, justo instantes antes del orgasmo Mayra se desdoblaba, se desenredaba, se desmadejaba, iba abriéndose tan grande como era, y de la nada parecía que le salieran un par de brazos más, otro juego de largas piernas.

Entonces por única vez sus amantes lograban ver sin nudos aquella madeja. Mayra, destejida en medio de la cama dejaba que su amante viniera a ella, y luego, tan solo un par de segundos después del orgasmo comenzaba a enredarse de nuevo. Las puntas se amarraban, su cabello se hacía lazos, aquellos 4 brazos se tensaban en torno al tronco y las piernas, las largas piernas, se doblaban y anudaban sin permitir movimiento alguno. Mayra temía, aunque no lo confesara, que ahora fuera su amado quien antes de tiempo la dejara.

Nunca su amante tenía tiempo de escapar. Mayra los ahorcaba entre sus telas, y después se sentía arrepentida. Así que los devoraba, bocado a bocado, de manera que siempre vivieran en ella, tejidos de la vida que era ella. Y, para ocultar el cambio de tamaño después de devorarlo, Mayra, la dulce Mayra, tejía ahora una nueva franja de retazos que adornaba su vestido.

MAYRA



MAYRA
Dibujo en carboncillo sobre papel Edad Media.
Ilustración para un cuento del mismo nombre.

lunes, junio 05, 2017

ANA


Ana era una mujer con una vida tan común como su nombre. Trabajaba de sol a sol en un empleo que le iba quitando los años. Cuando tenía suerte, mucha suerte, amaba de luna a luna y recuperaba en una noche un trozo de la vida. Pero la suerte cada vez visitaba menos el apartamento de Ana.

Vivía sola, un poco por elección y un poco por vocación. Pasaba los fines de semana dedicada a su gran amor, es decir, a la cocina. Entre platos y cacerolas sentía que la vida tenía un motivo para vivirse. No importaba que nadie más que ella probara sus recetas, Ana seguía cocinando. 

Lo mejor de todo, es que su amor era correspondido. No había receta, por simple que fuera, que no tomara otro sabor en sus manos. Si Ana, descuidada, dejaba algún plato más tiempo del necesario, el fogón mismo bajaba la temperatura, no fuera a ocurrir que la receta se arruinara.

Pero no era aquel su único secreto. Nadie sabía que estaba enamorada del periodista que escribía las recetas del periódico del domingo. Nunca había intercambiado con él palabra alguna. Lo leía fielmente, eso sí, pero nunca le había escrito. Tenía miedo de que este amor no fuera correspondido. Le bastaba con ver cómo se atrevía a proponer mezclar el arroz con el mango para imaginarlo como un hombre atrevido, como un ardiente explorador. Pero cuando propuso hacer un día jugo de papaya con fresa Ana no soportó más la tentación. Le escribió. De su puño y letra dijo "yo lo leo".

Ana estuvo segura de que él le respondió. No fue de su puño y letra. Tampoco a la dirección del remitente. Respondió públicamente, en su sección de cocina. Puso la receta de un pastel de carne. Y eso, sin dudarlo debía ser una respuesta para ella. Así que volvió a escribir. Esta vez se tomó más confianza y le dijo que "le gustaba sentirse por él acompañada”. Toda la semana esperó para sentir que recibía una respuesta. Esta vez con un tiramisú de chocolate. Ana se preocupó. La conversación estaba tomando otro color. Cedió a las ganas y le dijo "que sí, que quería verlo". Y entonces, el domingo, el periódico publicó una ensalada. Ana se preocupó de nuevo. ¿Qué había pasado? ¿Por qué ahora le mandaba un plato frío? Ana volvió a escribir, y fue una espera eterna. Él publicó un coctel, lo que Ana entendió como unas disculpas por el desplante de las verduras. Así que le insistió, y le dijo que se vieran. Él puso luego una de esas recetas que se hacen a fuego lento. Y Ana se desesperó. ¿Por qué le decía que se tomaran las cosas con calma? Así que no soportó más y se fue al periódico. No dejó carta esta vez, sino un soufflé con la dirección de su casa: no podía ser más directa. 

El domingo, el periódico publicó una cena para dos. Ana comprendió el mensaje y el viernes siguiente no fue a trabajar. Se quedó en casa, cocinando, con tan mala fortuna que aquel celoso horno no quiso prender. Llamó al servicio técnico, donde una fría voz le dijo que "irían más tarde, que había mucho trabajo". La pobre Ana vio pasar las horas, mirando como el reloj la torturaba con cada paso. Su horno nunca recibió atención. A las 6 de la tarde se sintió morir. Su escritor de recetas de cocina estaba a punto de llegar y el maldito horno no funcionaba. Entonces abrió la nevera, y un poco desesperada, decidió hacer un par de sánduches de atún, nada elaborado, pero por lo menos algo para no recibir al periodista con las manos vacías. Y, además, preparó dos copas con vino que esperaban para ser llenadas. A las 7 los nervios la vencieron, y decidió tomarse una copa. Y luego dos, y ya metida en gastos un par más. Así quedó dormida sobre la mesa. 

A la mañana siguiente, ya sin celos el horno funcionaba. Esperó todo el día para que llegara el domingo. Y entonces vio la receta. Sánduche de atún.

Ana entendió que hay cosas que no pueden ser, así que dejó de escribirle notas. Y también dejó de leer las recetas del domingo. Nunca se enteró que desde ese día, semana tras semana, el periódico publica recetas que pretenden conquistar a la mujer que meses atrás dejó un soufflé y una dirección en la que nadie abre la puerta.

ANA



ANA
Dibujo en carboncillo sobre papel Edad Media.
Ilustración para un cuento del mismo nombre.

martes, mayo 16, 2017

Alas de juguete

En todas las ciudades se encuentran, ocultos, pequeños negocios que son una ventana a otros tiempos en los que el trabajo se hacía a mano y el tiempo no era la moneda de cambio. Son pequeños lugares, escondidos de la vida, en los que aún habita el encanto sutil del trabajo amado. No son muchos, es verdad. Algunas anticuarias de libros, por ejemplo, aún conservan esa línea directa con el pasado. No la mayoría, por supuesto, que casi todas se hayan tan inmersas en la modernidad que más que ventanas claras son vidrios opacos, lugares sin alma que hoy venden libros sin historia, sin pasado y sin memoria. Son visitados casi siempre por estudiantes que buscan ahorrarse unos pesos comprando libros viejos o tal vez ganarse un almuerzo extra vendiendo aquellos textos que en todo el año nunca leyeron. Esas anticuarias no son más que un artificio de aquel secreto del que hablo. Pero aún existen, silenciosas e inmortales, algunas en las que cada libro cuenta una historia. En muchas sólo el librero conoce la historia y te habla de a qué biblioteca pertenecía, de quién es aquella firma difícil de entender, de los avatares que dicho libro ha vencido con los años. 

Leí alguna vez que en Italia (o tal vez era en Inglaterra) vivía aún escondido entre las sombras un pequeño local de un fabricante de bombillas a mano. Mezclaba en ellas gases nobles que daban su color a cada luz. Conocía cada tipo de bombilla hecha, y seguramente también las que quedaban por hacer. 

Supongo existan más ventanas de las que hablo, pero es un supuesto que tiene más de esperanza que de realidad. Cada vez es más difícil encontrar lugares como esos. "Se los va comiendo el progreso", dicen. Yo sospecho que cada vez que uno de aquellos sitios cierra la ciudad se muere un poco, aunque nadie se de cuenta. 

En este barrio aún sobrevive una ventana. Es pequeña, y no sé si resista mucho más, pero hoy he podido encontrarla. En ella un hombre viejo de lentes anchos como base de botella y una joroba difícil de negar repara juguetes y muñecos viejos. Aquel hombre es el cliché completo de lo que imagino sea un reparador de juguetes. No tiene cargaderas ni corbatín, que en mi cabeza ha sido siempre un requisito indispensable del oficio, pero salvo esa omisión profesional, es exactamente igual a lo que mi cabeza dice que debería ser. 

La entrada es pequeña: una puerta metálica de un garaje a la cual se le abrió un espacio que funciona como lo hacen las ventanas de despacho en las salsamentarias de barrio. Bajo ella un cartelito plastificado y desteñido que con una caligrafía impecable dice "se arreglan juguetes". Toco el timbre y suenan pasos. ¿Quién?, dice una voz gastada. Vengo a traer un juguete, digo. 

Tras la puerta aquel garaje se encuentra adaptado para una labor distinta a la original. Una mesa grande, de espaldas a la entrada, es alumbrada por una lámpara de escritorio de brazo mecánico. Sobre ella una suerte de tapete blanco en el cual descansa una lupa que adivino tendrá aún más aumento que el que tienen las gafas de quien allí trabaja. Las paredes de piso a techo mostrando repisas en madera llenas de cajas. En las cajas diversos objetos: tornillos, arandelas, trozos de tela, cuerda, hojalata, pintura, canicas de vidrio, hilos en todos los colores, llantas y partes de otros juguetes. Supongo hay también herramientas, aunque no logro verlas. No hay sillas ni butacos, salvo aquella que frente a la mesa y también de espaldas a la puerta ha de servir de puesto de trabajo.

¿Cuál es la historia? me pregunta, y yo le cuento. Es el juguete de mi hijo, le digo, el que usa para dormir. La cuerda se ha roto y ahora es un payaso triste que ha dejado de cantar. Creo que en aquel hombre se esboza una sonrisa, pero supongo sea esa manía mía de pensar que todas las personas ven en el mundo cierta poesía. Me dice que espere mientras me lleva hasta la puerta. 

Me quedo afuera, tratando de ver que hace aquel hombre a través de la ventana de despacho. Solo distingo su espalda, doblada sobre la mesa. Veo a aquel hombre tomar el juguete y ponerlo sobre su oído. El gesto, aunque lento, me parece sumamente elegante. No dirá nada aquel muñeco, pienso, pues su cuerda rota no le permite hablar, y sin embargo aquel hombre deja el muñeco sobre su oído un minuto tras otro.Me pregunto si cada juguete le contará su historia. ¿Le hablará del niño que los tuvo? ¿Le contará los secretos que su dueño le confió? Tal vez algunos juguetes hablen de maltratos, de abandonos, de soledades. Tal vez alguna muñeca cuente de sueños cansados. Supongo más de un oso de felpa sabrá hablar de corazones rotos. O tal vez hablen de recuerdos gastados o de la traición que los años hacen a la infancia. Y así, mientras pienso, veo como diligentemente trabaja. Quisiera ver sus manos, pero desde mi posición tan solo alcanzo a imaginarlas. Lo veo tomar un destornillador y abrir una caja de música. Quizás el corazón de los muñecos tenga siempre forma de caja musical. ¿Será acaso eso lo que ha pasado a aquel juguete? ¿Su corazón roto habrá dejado de cantar? Es grave aquello de las enfermedades cardíacas, ya sea que hablemos de personas o muñecos. Mi padre sufre del corazón así que lo sé de cierto. Supongo a algunas personas les cambie la vida, aunque no sé si a aquel payaso también le ocurra. Vive bien. Duerme en una cama blanda cada noche, lo abrazan antes de dormir, no le faltan cuentos e historias de aventuras. ¿Qué pudo haber soñado mi hijo aquella noche que hizo que no hubiera más latidos en aquel pequeño cuerpo de tela y algodón?

Afuera el sol se oculta. Los sonidos de la ciudad poco a poco cambian. Los gritos de vendedores que llaman a clientes futuros se van apagando, el tráfico cambia y la gente se apresura para llegar a sus hogares. Una sirena suena a lo lejos. Tal vez se trate de alguien con un ataque al corazón, ironía perfecta, supongo. Y mientras pienso aún espero. Al fin lo veo levantarse. Se acerca pausadamente, llevando en sus manos aquel muñeco. Tal vez me equivoque, pero parece que ahora sonríe un poco más. Me abre la puerta y mientras me lo entrega me dice que no era un daño grave, que aquel payaso se enamoró de una muñeca de nieve y que justo anoche ella le habló de un amor correspondido. Hay corazones que a veces no soportan tanta alegría, dijo, y yo le creo.

Mientras me alejo de aquella calle veo a aquel viejo, de lentes y espalda curva cerrar la puerta de su negocio. Sospecho, bajo la camisa, un par de alas se disfrazan de joroba.

domingo, mayo 07, 2017

Entre los dedos



Últimamente las horas se pasan diagramando
Línea a línea.
Pliegue a pliegue.
Entre papeles a veces resultan sombras
Trazo a trazo.
Paso a paso. 
Trato de olvidarme
Sombra a sombra.
Espacio a espacio.
Pero allí también me encuentro
Olvido a olvido.
Corrección tras corrección.
...la memoria entre los dedos