miércoles, enero 29, 2020

El aire y la lluvia.

«Acaba de morir tu papá», dice mi madre, con aquella voz quebrada a través del teléfono.
«Ya voy» respondo. Nunca he sabido que decir en los momentos importantes. «Ya voy», como si aquella fuera una frase necesaria, como si ayudara en algo.
Camino un par de cuadras en medio de las lágrimas. Me falta el aire, como sé que le faltaba a él. Hay muertes esperadas, algunas incluso deseadas. Las largas agonías que se vuelven despedidas repetidas, en las que ya no hay nada por decir, como una obra de teatro que ha dicho su última línea pero el público no quiere irse y los actores ya no tienen más palabras.
«Acaba de morir», me repito, mientras me pregunto cuantas veces he pensado en eso antes, mientras escucho el sonido de mis pasos sobre el asfalto, mientras siento como todo se vuelve nuboso, como si la niebla estuviera dentro, como si un humo denso me impidiera ver más allá del recuerdo.

Cuando los que se aman se mueren, también se muere uno con ellos.

***

Me cambio de ropa y salgo a tomar un bus. Me pongo una chaqueta negra, siguiendo esa convención que tenemos de vestir por fuera el negro que llevamos dentro.
En bus serán dos horas de viaje, como siempre, porque al tiempo no le importa si hay afán o no. Jamás he manejado auto, y con los años montar el bus se ha convertido en un asunto de responsabilidad ambiental. Un bus lleno contamina menos que uno vacío. Sobre la ciudad siempre se ve una nube oscura que lo envenena todo. Mi padre lo sabía y lo sufría cada día. Le faltaba el aire, un poco más que a todos. Trató de vivir en el campo, pero el aire limpio y tal vez más liviano le causaba dolor en los pulmones. 

Me monto en el bus y pienso que bien podría haberme ido en taxi y llegar un poco más rápido, pero aquello no importa de nada. Por más rápido que vaya no lograré llegar antes de su muerte. 

Al tiempo sigue todo sin importarle.

***

No recuerdo nada del viaje. Miraba al cielo. Las nubes no se pintaban de grises ni avisaban lluvia. Me cuesta entender eso.  Siempre he creído que cuando alguien muere el cielo debía llenarse de lluvia. Sería impráctico y llovería todo el día, porque igual, la gente se muere todo el tiempo, pero también sería bonito. La gente sentiría la ausencia de manera distinta si el cielo se hiciera presente, si llorara lo que no puede llorar uno.

Los llantos compartidos alivian penas, creo, y un cielo en llanto suele ser un espectáculo bonito. En el aire las gotas bailan. Espirales de lluvia que llegan a la tierra.

No llovió durante el viaje, ni tampoco las horas siguientes. El viento no amenazó tormenta ni vendaval. No hubo baile de despedida en las gotas que caían. El clima dormía el sueño de los justos que mi padre también tenía.

***

Mi madre me abrazo. Fue un abrazo de esos largos, que no dejan espacio sin cubrir. Me llevaron a la habitación donde estaba mi padre. Nada había cambiado y sin embargo todo era diferente. Sobre la cama estaba su cuerpo, una sombra de lo que era, con su rostro envuelto en una mortaja. 

En otros tiempos hubieran puesto monedas sobre sus ojos para pagar a Caronte el viaje al reino de los muertos. Hoy no se paga con monedas y supongo el viaje sea otro. Tal vez sean las aves las que, como barqueros, atraviesan las corrientes del cielo, llevando el alma que se va con su último aliento.

Me pregunto qué habrá pasado con él. Sé de familias que lo han guardado, capturado en un vaso puesto sobre su boca. Quizás el alma se queda allí, encerrada, y por eso el vidrio se pone opaco con el tiempo. Cómo nos duele dejar ir lo que fuimos, lo que otros fueron para nosotros.

Supongo el último aliento de mi padre haya salido de la habitación y flotaba por ahí, una partícula más en la infinidad del aire. Tal vez se había metido entre el abrazo que mi madre me daba o, tal vez, ente aquellas decenas de abrazos que entre los presentes había. En el cielo seguía sin llover, pero el viento por primera vez corría. Quizás, él también llegaba tarde, quizás el vuelo de una lechuza lo había despertado, quizás pensaba cómo despedirse, quizás...

***

La muerte pareciera que se escribe así, por capítulos, como espacios de recuerdos en medio de un fluir interrumpido. Es el problema de la memoria, por supuesto, que deja de funcionar de corrido y empieza a dar saltos de un lado al otro. 

Pasaron horas, creo. En ellas, aquellos que viven en medio de la muerte no paran de realizar su oficio. 
La noticia  corre y se repite como el canto de las aves que de un árbol a otro gritan anunciando el paso del hombre. En el teléfono no cantan aves pero también llegan mensajes. 

No recuerdo una sola de aquellas palabras, lo que dijeron o dejaron de decir. 

Quizás, pienso, toda palabra sea vacía frente a la muerte.

*** 

La niebla lo llena todo de blanco, incluso el paso del reloj. 

Quizás, ante a la muerte, sea cuando más claramente se logre comprender la densidad del tiempo. 

***


En medio de la noche (no se cual) alguien cuenta una historia. Un recuerdo que en su memoria resulta feliz y que tiene a mi padre de protagonista.
A aquella historia sigue otra, y a esa la acompaña otra más. 

«Así era él», decimos todos, y aquello se convierte en una letanía que decimos como respuesta a cada nueva historia. «Así era él», decimos, y a veces nos sobreviene la risa. 

Hay quienes no tienen nada que contar y quienes, en cambio, parecen libros abiertos y escritos a dos, a cuatro, a ocho manos. No importa. Aquellas historias nos unen en medio de la oscuridad que deja su partida. 

Toda palabra es vacía. Pero las historias, ¡oh, las historias! esas tienen vida propia. Son rugido, son canto, son grito, son caricia. 

Las palabras quizás se vayan con el viento, pero las historias anidan dentro de quien las cuenta, y con suerte de quien las escucha. 

En medio de aquella noche pienso que tal vez le hubiera gustado estar allí esa noche, escuchando contar historias. 

***

A veces el viento pasa en silencio.

***

Las cenizas de mi padre yacen en la base de un árbol en medio del campo. Es un árbol joven, de nombre complicado: Meriania nobilisuna. Quedan pocos, según me dicen, aunque antes podían encontrarse en los reinos donde habita el frío.  Es un árbol bello y extraño, cada vez más difícil de encontrar. Me sonrío al pensar en lo acertada de la comparación.

Durante los años que aquel árbol viva seguramente será hogar de aves, de hongos, de insectos. Probablemente corran ardillas y ratones de campo. 

Los pulmones, por dentro, parecen pequeños árboles en miniatura. El árbol que será mi padre dará a los otros el aire que le faltó en la vida.

Es bonito eso. Pensar que, con el tiempo,  se volverá aquello que tantas veces le hizo falta. Tal vez al tiempo este asunto si le importe un poco.

El aire se siente frío y el viento canta entre las hojas de aquel árbol.

Se despide.

Al fin comienza a llover.

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