Se llamaba Serafín, de lo bonito que era. Los muslos gruesos solo provocaban agarrarlo, su cabello limpiamente se veía caer en su espalda. Los brazos, esos que parecían redonditos y hechos de nube, generaban entre las mujeres deseos de abrazos y de serafines propios. Era bonito siendo niño, pero cuando fue creciendo la hermosura se fue quedando anclada a los recuerdos de la infancia y los recuerdos, como todos sabemos son engañosos. Era gordo, eso sí, con una gordura que cuando niño generaba ternura y que ahora grande generaba dudas. ¿Será que los ángeles pueden acaso embarazarse?
Casos se han visto de vírgenes que tienen hijos, o de mujeres a quienes las aves desean, bien sean éstas (las aves, no las mujeres) palomas o cisnes. La madre de Serafín se llamaba Paloma, y esa casualidad podía explicar que se tratara de un milagro… El problema de Serafín era que, a todas luces, no hacía milagros, ni de los reales ni de los de consolación. Ya con los años descubrió que el milagro de sus brazos de nube no funcionaba con las mujeres que al verlo no sentían deseos de abrazos ni muchos menos de serafines propios.
Un día le dio por ponerse viejo, como nos da por ponernos viejos a todos.
Descubrió que no le gustaba trabajar los domingos, y que las alas se le habían encogido un poco o la panza se le había hinchado de más, una de dos. Descubrió que le gustaban las ropas holgadas, que cuando volaba parecían darle ondas en las piernas. Y descubrió también que estaba viejo. No era más que la caricatura de lo que fue siendo pequeño. De Serafín no quedaba más que el nombre y ese par de alas que de cielo eran.
Serafín murió de viejo, que de viejos se mueren hasta los ángeles cuando caen en el olvido. Pero justo antes de morir le dio por darle una vuelta al cielo, a ver si era verdad que los querubes habían, años atrás, perdido a un niño que se llamaba Serafín de lo bonito que era.
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Casi nunca cuento historias. Puede ser porque las historias que escribo las cuento en otros escenarios que no son digitales, o puede ser también porque ya casi nunca escribo cuentos. Mucho menos he de contar cuentos en un blog que de papel habla. Pero quizás, algún día lo haré de nuevo, contando cuentos de mariposas enamoradas de su nombre o de mujeres que se mueren de hermosura.
Contar cuentos que vinculen modelos no es algo nuevo, aunque no es algo muy común. En estos tiempos digitales Alejandro Dueñas hace eso en casi todas sus entradas y Elerth Leiva en algunas otras (aunque debo confesar que en ambos casos algunos cuentos los entiendo, y otros simplemente permanecen en lo incomprendido). En tiempos de lápiz y papel también lo hizo Caboblanco o lo ilustró Riglos con la hermosa historia del naufragio de un barquito de papel.
Yo, normalmente, no cuento cuentos que acompañen los modelos. Siempre he pensado que es mejor que cada modelo hable por si mismo, pero hoy me ha atacado un serafín que algo quería decir. No se que (porque debo confesar que algunas veces lo entiendo y otras no), pero algo quería decir…